ARISTODEMO                    Un lugar literario
Los santos de Asís         Gonzalo Rodas Sarmiento

 
   21.- Clara y el privilegio de pobreza

   Estaba todo cubierto de una capa blanca, porque en la noche anterior había nevado. En la tarde vino Francisco, y eso me causó sorpresa. Es cierto que yo lo estaba llamando desde hacía varias semanas, a través de Felipe, pero justamente ese día, era talvez la única jornada que no invitaba a caminar tanto.
   Siempre estoy añorando visita. Cuando decidí venir a esta aventura me imaginaba que iba a tener más relación con los Hermanos. Como hermanos, claro está. Pero, no ha sido así. Me gustaría que nos visitaran más. Compartir nuestras experiencias, recibir la enseñanza de Francisco. De repente me siento un poco huérfana. Más que el pan de cada día necesito la palabra de cada día. Orar en conjunto, cantar, sentir voces graves junto a las nuestras. Ya sé lo que se interpone, el miedo a romper el celibato. Es extraño como funciona la naturaleza humana. La gente cree que un hombre conversando con una mujer es algo peligroso, una tentación irresistible, un canal para la llegada al mundo de bebés que nos sacarán de nuestra vida dedicada al Señor y nos harán volver al siglo. ¡Qué simpleza..., esa manera de pensar! Tendré que conformarme. Hasta lloro a veces por esta situación, que me es dolorosa.
   Por eso me puse tan contenta con la visita de Francisco. Le pedí a Pacífica que nos acompañara y le convidé un té a Francisco para que se repusiera, mientras yo no paraba de hablarle de nosotras, las Hermanas Menores, de cómo las veo regresar contentas del trabajo, en este tiempo, cosiendo casullas para aquellos curas que no tienen cómo comprarse una.
   -Yo les pregunto a todas su parecer cuando llega una Hermana nueva -expliqué- como una manera de recordarles el propósito de estar aquí.
   -El otro día -continué hablando- llegó una mujer muy elegante, llena de maletas, y con una sirvienta.
   Francisco abrió unos tremendos ojos, y yo le seguí contando acerca de esa mujer que pretendía tener acá a alguien que la sirviera. Aquella vez me armé de paciencia, las hice pasar al comedor y empecé a explicarles que las Hermanas Menores no somos como las monjas tradicionales. Si quieren estar acá, tendrá que ser de acuerdo a nuestra forma de vida. La criada sonreía, contenta, al mismo ritmo que su patrona arrugaba el rostro. Le aclaré que no puede obligar a su empleada a quedarse si ella no quiere. De hecho, la sirvienta optó por irse, sintiéndose muy libre. Aproveché de pedirle que se llevara algunas maletas, dejando sólo una, la que fuere más importante.
   -Eres maravillosa -rió Francisco.
   -Adivina qué pasó tres días después.
   Le conté a Francisco que la sirvienta volvió a golpear nuestra puerta, esta vez para quedarse, pues así lo decidió ella misma. Y la que antes había sido su patrona trajo una palangana con agua y se arrodilló a lavarle los pies.
   -Así estás restaurando, poco a poco, la Iglesia de Cristo -replicó Francisco, y siguió hablando de las enseñanzas de Jesús, que nos muestra la renuncia a los bienes materiales.
   -Hemos de actuar con las riquezas como hacemos con esos bienes sutiles que nadie puede llevarse a su pieza, ni menos guardarlos bajo llave.
   -Como la puesta de sol -agregó, para completar la idea.
   -Y el arco iris..., Francisco, el amor de Dios es lo que da la felicidad. Su contemplación es el alimento.
   Francisco asintió sonriente, y me preguntó acerca de la Forma de Vida, que estoy escribiendo.
   -Trato de hacerla con un criterio muy abierto y flexible en todo lo que no es medular -le expliqué-. Por ejemplo, reduzco el silencio a una parte del día solamente.
   -¿Y qué es lo medular?
   -Lo que Jesús nos dice en el evangelio.
   -Que no se puede servir a Dios y a las riquezas.
   -Eso es primordial. La regla benedictina que quieren imponerme acepta poseer bienes, y hasta lo exige, para la seguridad personal. Eso no lo puedo aceptar.
   -En lo que no es esencial..., ¿eres más abierta, me dijiste?
   -Sí, Francisco.
   -Entonces, prométeme que ya no seguirás durmiendo sobre ramas.
   -Es el único colchón que tengo.
   -Puedes hacerte otro, con briznas blandas.
   -Un poco de penitencia es necesaria para purificarse del pecado.
   -Clara..., por favor.
   -Está bien. Si tú lo dices..., lo haré.
   No sé cómo se nos voló la tarde. Muy pronto empezó a oscurecer. Francisco se despidió, y lo fui a dejar hasta el patio. Hacía frío.
   -¿Cuándo me visitarás de nuevo?
   -Cuando broten las rosas.
   El creyó que se estaba refiriendo a la primavera, que aún se iba a demorar un par de meses, y se alejó caminando rápido, pero de repente se detuvo en seco y me miró sonriendo. Se encogió de hombros, y continuó su salida. Yo me reía sola, pues lo que él había visto era un pequeño botón que apareció en el rosal.

         * * *

   Esa noche me desvelé pensando en todo lo vivido durante el día. El viento producía bulla. Me levanté a tapar a las Hermanas. A Caterina, que dormía plácidamente. Admiro en ella esa presencia de Dios que siempre tiene. La que tampoco lograba conciliar el sueño era la hermana Iluminada. Hace unos días ya noté en ella una sequedad en la oración. Ahora fue el momento de conversarlo. Sin hacer ruido, murmurando apenas, le pregunté si había podido entregarse a la oración. Negó con la cabeza.
   -Te alabo, Señor Jesús... -le pedí repetir conmigo en voz muy baja para no despertar a las demás.
   Fue providencial. Ella comprendió que yo no podía darle más instrucciones, y con ésa sola, Iluminada se esforzó y perseveró hasta que salió adelante.
   Varios días después vinieron Egidio, León, Maseo y Junípero, adelantados para darme tiempo a organizarme, según dijeron:
   -Está por llegar Francisco, con unos obispos.
   -¡Madre mía! -exclamé, pensando que no tenía mucho para servirles.
   Preparamos algo muy modesto, justo cuando ya llegaban las visitas a caballo. Eran ocho los obispos. No sé cómo Francisco consiguió tantos interesados en conocer mi Forma de Vida. Los hice pasar al Oratorio, y ellos decidieron empezar con una oración, para lo cual se arrodillaron piadosamente. A la izquierda del pequeño altar estaba, como siempre, la reserva eucarística en su cajita de marfil. Fue Francisco el que condujo la oración, en voz alta y con una maestría tal, que la pequeña oración de inicio se prolongó por más de una hora y fue grandiosa. Varias Hermanas la siguieron desde la escala porque no cabían en el Oratorio.
   El obispo Jacques de Vitry me pidió que diera la bendición. ¿Yo? Me moría de susto. No me consideré capaz de algo así, y le rogué a Francisco que lo hiciera él. Menos mal que accedió.
   Cuando entramos en materia, en lo que nos convocó, las cosas dejaron de estar tan celestiales, aunque todos mantuvimos una actitud amistosa y cordial. La verdad es que los obispos vinieron a ponerme en el cauce conciliar. Las condiciones estaban dadas desde hacía casi un año, y no era viable que yo siguiera rebelde. Para que esta comunidad tuviera validez, no me quedaba más remedio que elegir alguna de las reglas oficialmente aprobadas. Eso sí, sólo en aquellos aspectos referidos a la disciplina. En lo pastoral, puedo seguir con las enseñanzas de Francisco.
   Elegí la regla benedictina porque se aviene mejor a nuestra vida contemplativa. Señalé que estamos dispuestas a aceptar la prohibición de salir del convento, pero que queremos continuar viviendo la pobreza.
   Tuve que explicar que las Hermanas Menores rechazamos toda posesión y anhelamos la pobreza como único privilegio. A los obispos les costaba entender eso, y sostuvieron que la pobreza nos iba a hacer muy vulnerables, y ellos querían que estuviéramos seguras, y no expuestas a tantos abusadores que andan sueltos. Me aseguraron que con la regla benedictina se han santificado cientos de hombres y mujeres.
   Me criticaron el hecho de juntar nobles con plebeyas, pero eso seguirá siendo así.
   Me alabaron, por aquello que llamaron “mi buena intención”, respecto a la pobreza, pero en el momento de las decisiones todo quedó en un “ya lo veremos”.
   Días después, Felipe, el visitador, me entregó una carta de Francisco que decía “... quiero seguir la pobreza hasta la muerte. Os ruego vivir siempre en esa pobreza, aunque te aconsejen lo contrario...”.
   Tomé mi decisión. Teniendo en cuenta que el Papa estaba pasando una temporada en Perugia, hacia allá dirigí mis pasos, ayudada por un pariente de Bienvenida, que vive en Perugia, y ese preciso día vino a verla. No tuvo ningún inconveniente en llevarme en su coche, tirado por un hermoso caballo blanco. Incluso, hasta me esperó, con mucha amabilidad, para traerme de vuelta.
   Inocencio también fue atento conmigo. Me escuchó con respeto, y no se sorprendió de mi solicitud porque él ya conocía bien a Francisco.
   -La gente viene siempre a pedirme privilegios -rió- para tener más bienes y ser más poderosa.
   Movió la cabeza, sacó una hoja y se puso a escribir el documento que yo había esperado tanto. Lo firmó y me lo pasó. En ese escrito nos asegura el privilegio de pobreza a las Hermanas que vivimos una vida regular junto a la iglesia de San Damián, para que nadie pueda obligarnos a tener propiedades. Se lo agradecí con humildad.


   22.- Francisco y su relación con la jerarquía

   Siempre me llevé bien con el Papa Inocencio. Desde aquella vez en San Juan de Letrán, en los comienzos, cuando fui a visitarlo y finalmente me acogió. Hasta el día de su sorpresiva muerte en Perugia, en el verano de 1216. Se encontraba de paso en esa ciudad con algunos cardenales y esperando a otros. Aguardando también la mejor oportunidad para ir al norte a conciliar a los pisanos con los genoveses. Necesitaba la unidad para enfrentar la quinta cruzada en mejor forma que la desastrosa anterior. Por supuesto, no quería que los venecianos volvieran a desvirtuar la causa. Con estas preocupaciones estaba el Papa, un hombre joven y vigoroso, cuando le vino una fiebre altísima que lo llevó a una muerte rápida.
   En cuanto supe esto al día siguiente, me dirigí a Perugia y entré a la Catedral, donde estaba el cadáver del Pontífice. Me encontré con una escena muy desagradable, pues durante la noche habían asaltado el templo para robar las riquezas que amortajaban el cuerpo sin vida de Inocencio III. Los obispos corrían de un lado para otro, pero nadie hacía nada útil. Me saqué mi capa y con ella cubrí la desnudez del Pontífice. Entonces, los puse a todos a rezar.
   El cónclave empezó muy pronto, en cuanto el Papa estuvo enterrado, en la misma Catedral. Se efectuó en Perugia, y con gran rapidez se eligió al anciano Cardenal Savelli, quien adoptó el nombre de Honorio. Me pareció una buena elección porque Savelli ha demostrado su amor a los pobres, al entregarles todos sus bienes. Quedé con la esperanza de que ahora empezaría la renovación de la Iglesia.
   Estando yo de vuelta en la Porciúncula, una noche tuve un sueño en que vi a Jesús y a la Virgen María, llegando de Tierra Santa. No estaban preocupados ni nada de eso. Quise hablarles, pero no me salían las palabras. Jesús sonrió comprensivo y me dijo “Quiero consagrar tu tierra a mi madre”. Me levanté contento, tratando de entender qué quería decirme Jesús. Lo medité durante unos días, y como además estaba necesitando reanudar lazos con el pontificado, y podía aprovechar que el Papa todavía estaba en Perugia, recordé lo que me contó Clara hace unos días. Ella me estaba dando el ejemplo. Yo sonreía solo, y tomé también mi decisión de ir a Perugia a ver al Papa. Esta vez, al nuevo Honorio III. Maseo me acompañó. Por el camino me fui pensando qué privilegio iba a pedir. Recordé eso de la Cruzada y las indulgencias que dan a los que participan en ella. ¿Cómo contrarrestar eso? Por lo que le escuché decir a Jesús en el sueño, imaginé que nuestra fraternidad de la Porciúncula es como una verdadera cruzada pacífica. Sí... Talvez por ahí iba la palabra de Jesús...
   El encuentro con el Papa fue muy cordial.
   -Santo Padre -le dije, después de los preámbulos-, el pequeño templo de Santa María de los Ángeles... lo reconstruimos prácticamente... y os suplico le otorguéis una indulgencia.
   -¿Indulgencia...? ¿Cuántos años...? Como ves, surgen dudas.
   -No. No pido años. Pido indulgencia para los que visitaren el templo de la Porciúncula.
   -¡Oh! Estás pidiendo demasiado, Francisco. No acostumbramos a conceder ese tipo de indulgencias.
   -Su Santidad, Jesús me ha pedido consagrar el lugar a la Virgen María.
   -Si es así, está bien, te la concedo.
   Los purpurados que estaban presenciando esta entrevista pusieron el grito en el cielo y le hicieron ver al Papa que una indulgencia similar se está otorgando a los cristianos que van a las cruzadas. Ése es el mérito necesario para ganarla. Según ellos, no sería posible poner al mismo nivel una simple visita a una pequeña iglesia, pues eso quitaría incentivo a la participación en las cruzadas.
   Recién entonces comprendí la intención que había detrás de mi propia solicitud. Por un instante temí que mi pedido no prosperase, pero al mismo tiempo me alegré profundamente de estar contribuyendo a la paz, aunque fuera con un granito de arena. Sí. Valía la pena dar esta lucha. Sin embargo, no fue necesario.
   -La he concedido y no la revocaré -sentenció Honorio III, y agregó dirigiéndose a mí-. La indulgencia será válida todos los años, pero sólo en el día de aniversario de la dedicación de la capilla.
   Me incliné en reverencia, muy contento y me despedí agradecido. Cuando caminé hacia la puerta el Papa me llamó:
   -Espera que te hagamos el certificado.
   -Me basta vuestra palabra, Su Santidad.
   De todas maneras tuve que esperar el certificado, y mientras tanto me disculpé:
   -La Virgen María es mi diploma.
   -Y los ángeles son nuestros testigos -agregó Maseo, con complicidad.
   -Y Jesús es el notario -completé, para distender un poco el ambiente.
   Los cardenales quedaron sonriendo, cuando emprendí el regreso con Maseo y el certificado.

         * * *

   Me vino una indigestión a causa de algo descompuesto que debo haber comido. A tal punto no retenía alimentos, que me lo pasaba corriendo a la letrina, y me dio tanta fiebre que los Hermanos me llevaron a la casa de Don Guido, quien me hizo ver por un médico. Me quedé en su casa unos días, hasta que sané bien, no sin antes pasar por unos delirios en que me venían a acompañar los ángeles. Fue bueno haber tenido que estar en casa ajena en condición de peregrino.
   El 1216 fue un buen año, a pesar de todo, empezando por ese capítulo de Pentecostés, primera asamblea de nuestra hermandad que celebramos, aquella vez en San Verecundo, un poco al norte de Asís. Ya nos estábamos extendiendo por muchos lugares y consideré provechoso reunirnos una vez al año para discutir los problemas de la comunidad y alegrarnos en el Señor.
   En esa ocasión les hablé para reforzar nuestras motivaciones espirituales:
   -No tengáis más de dos túnicas. Parchadlas con trozos de género antiguo -fue lo que caló más hondo. Les mostré los remiendos de mi ropa para ir yo adelante en esto.
   Me llenaron de preguntas y me pidieron conseguir un determinado privilegio del Papa y así no necesitar permiso del obispo para predicar.
   -Estará bien que pidamos ese permiso cada vez -les manifesté-. Nuestra humildad ha de convertir a los obispos, y entonces ellos mismos nos pedirán que hablemos a la gente.
   El capítulo del año que siguió lo celebramos en la Porciúncula. Participaron más de quinientos Hermanos, de todo el país. Uno de ellos era tan especial que nos sorprendió a todos. Tomás se llamaba, y siempre se le veía sumergido en su oración. Leer la Sagrada Escritura lo transportaba. Guardaba un silencio absoluto, a tal punto que se comunicaba por señas. Lo creían muy santo, pero yo no estaba tan convencido de eso. El se mostró de cuerpo entero cuando fue el momento de confesarse. Quiso hacerlo sin hablar, con puros gestos, como estaba acostumbrado a hacerlo, pero esta vez el hermano Silvestre estaba siendo su interlocutor para el sacramento, y eso no le pareció bien. Fue tanto el bochorno de Tomás, que al final desistió de confesarse, y dejó a todos desilusionados. Al poco tiempo se retiró del grupo.
   Como resultado de este Capítulo de Pentecostés la fraternidad quedó formada por doce provincias, cada una a cargo de un Ministro Provincial, encargado de relacionarse con los Custodios, que eran los responsables de los centros importantes de su región. Los monasterios quedaban a cargo de un respectivo Guardián. Toda esta estructura, que ha resultado ser muy provechosa, fue ideada por el hermano Elías.
   Cuando se vio el tema del llamado del Papa a una nueva cruzada, éste no fue atendido así, en forma liviana, sino que despertó nuestro deseo de evangelizar. Se organizaron misiones al exterior, las cuales quedaron asignadas. Casi todas éstas resultaron después en un gran fracaso, con excepción del envío del hermano Elías a Siria. Más tarde se llegaría a saber que mi amigo de la juventud desarrollaba allí una labor fructífera.
   Silvestre optó por irse a vivir solo en una celda de Las Cárceles. Por mi parte, yo elegí ir a una misión en Francia, pero no llegué a realizarla porque cuando iba pasando por Florencia tuve la genial idea de ir a visitar al Cardenal Ugolino, y entonces todo cambió. Yo lo conocía de antes, pero de vista, no más. Es sobrino de Inocencio III, y además Conde de Segni y obispo de Ostia, y legado papal para la zona de Toscana. Quise tener la deferencia de pasar a verlo antes de emprender viaje a Francia, pues me gusta mantener buenas relaciones con la jerarquía. Fue un encuentro grato. El Cardenal Ugolino es un hombre afable, de gran simpatía, bastante paternal. Debe tener unos diez años más que yo. Es un hombre muy preparado y le gusta ayudar al desarrollo de la vida monástica. De hecho, se ofreció como protector de la comunidad de los Hermanos Menores, a lo cual accedí gustoso. Muy puesto en su papel, Ugolino comenzó en ese mismo momento a desempeñar su rol protector. Me advirtió que no sería bueno para la fraternidad que yo me alejara y la mantuviera todo ese tiempo sin pastor.
   -Además, hay otro motivo -señaló el Cardenal.
   -¿Sí...?
   -En el Consistorio hay prelados que no ven a tu fraternidad con buenos ojos -me confidenció Ugolino-, pero habemos otros que queremos defenderla, y lo lograremos de mejor manera si tú permaneces en la provincia.
   Me convenció, y por eso desistí del viaje, me volví a Asís y le pedí a Pacífico que él encabezara la misión a Francia.
   Esa expedición no dio ningún fruto, debido a las dificultades de idioma. Lo mismo pasó con la misión a Alemania. Los Hermanos volvieron frustrados, habiendo sido confundidos con herejes valdenses, por mostrar motivaciones similares, a pesar de que en nuestra hermandad respetamos la autoridad del clero y de la jerarquía, cosa que no hacen los valdenses.

         * * *

   A comienzos del año siguiente, el Cardenal Ugolino me mandó llamar a Roma, donde él había acudido unos días antes ya que tenía programadas una serie de importantes reuniones con el Papa. Con enorme preocupación, el Pontífice le hizo ver al prelado, entre muchas otras cosas, el lamentable resultado de nuestras misiones.
   El Cardenal me consiguió una audiencia con el Papa y me dijo que sería muy bueno que yo le hablara a Honorio III para hacerlo recuperar el buen concepto acerca de los Hermanos Menores. Me sentí como un niño pillado en falta. Necesitaba decir que no me he desviado en herejía, y me costaba mucho preparar algo por escrito, pero como Ugolino piensa en todo, ya me tenía listo un excelente discurso en latín.
   -Apréndelo de memoria -me aconsejó.
   Es bien especial este personaje. Me estima mucho pero trata de meterme en un molde. Me pone los pies en la tierra cuando me despego mucho. No me viene mal un poco de cauce, pero si hemos de renovarnos como Iglesia, la lucha es precisamente contra eso de que traten de mantener todo como está. Acepto el adaptarnos en algo, pues así nos escuchan.
   Pasé gran parte de la noche leyendo el discurso, una y otra vez, para que se me quedara bien grabado. Eran estos pensamientos, que no han nacido en mí, aquello que los cardenales querían escuchar. En cambio, lo que yo quería era como abrir un pesado portón, por largos siglos cerrado. Sí. Poner una gota de aceite en las articulaciones oxidadas de la estructura de Letrán.
   Al día siguiente iba tranquilo a la reunión, pero cuando vi a todos los cardenales ahí, junto al Papa, me sentí pequeñito y se me olvidó todo lo que tenía que decir. Le pedí en silencio al Espíritu Santo que me iluminara, y me puse a hablar algo que me venía desde muy dentro de mí, y no de la sabiduría cerebral de Ugolino. Los brazos se me movían al ritmo de las palabras, y hasta los pies me obligaban a dar saltitos. Los cardenales estaban asombrados.
   -Vuestros rostros son el rostro de la Iglesia -les repetí en varias oportunidades, como un estribillo que los hiciera tomar conciencia de una Iglesia que se ve apegada al lujo.
   -Un rostro que debería ser bello, resplandeciente, como Jesucristo -agregué, y les pedí que miraran sus ropas, sus adornos, su riqueza.
   Alguien estaba hablando en mí. Yo me escuchaba decir cosas fuertes, con sensación de estar en el último día. Sin duda, era el Espíritu divino. Yo no habría sido capaz de repetir después ninguna de esas frases.
   -Dios no está contento con su Iglesia -terminé diciendo, y se me saltaron las lágrimas. Algunos cardenales también lloraban.
   Después, Ugolino me felicitó porque mis palabras llegaron a destino.

 
   23.- Clara vuelve a la carga

   El cardenal Ugolino es nuestro protector. Gracias a él, las Hermanas Menores tenemos la posibilidad de desarrollarnos y extendernos. Aceptó a nombre de la Iglesia la propiedad de todos los terrenos y casas que nos han sido donadas, incluyendo los de Perugia, Lucca y Siena, y ahora último el de Monticelli en Florencia. Nuestra fraternidad ha tenido un crecimiento que nunca imaginé.
   Por Pascua de Resurrección el cardenal Ugolino llegó hasta acá para conocer San Damián. Vinieron también Francisco y algunos Hermanos. Tuvimos una celebración memorable, en que cada una de las Hermanas compartió su testimonio y cantamos con alegría. La oración fue dirigida por mí, ya que así me lo pidieron Francisco y el Cardenal, y tuve que hacer mi mejor esfuerzo.
   Me escuché dando gracias al Señor porque le gusta poner su palabra en alguna de las más insignificantes Hermanas. Es así como Él nos guía.
   Gracias a Dios, todo resultó tan bien que al final casi levitábamos.
   El Cardenal Ugolino estaba emocionado y agradecido. Según me dijo, nunca en su vida había vivido algo así.
   -Me voy muy contento -señaló al despedirse.
   Nuestro visitador designado por Ugolino fue fray Ambrosio, cisterciense. Al principio anduvo bien, pero al poco tiempo noté que él no entendía nuestra forma de vida y, no sólo eso, lo peor fue que se empezó a enfriar nuestra comunicación con los Hermanos Menores. En cuanto pude le manifesté mis aprensiones al Cardenal Ugolino, quien no tuvo inconveniente en volver a nombrar a Felipe Longo como visitador, con lo cual volvimos a tener un mejor contacto con los Hermanos, pero eso ocurrió varios meses después de Pentecostés, fecha en la cual tuvo lugar el Capítulo.
   Participamos de alguna manera en los Capítulos, y eso me gusta. No es mucho lo que hacemos, más que preparar lo necesario. Estamos en el servicio, cuidando detalles de la alimentación que llega cargada en mulas, provista por ciudadanos de buena voluntad. Hemos tenido que fabricar una gran cantidad de esteras para que puedan dormir en ellas los Hermanos que vienen de otras provincias. Después que termina un Capítulo quedamos agotadas y volvemos a nuestra vida habitual.

         * * *

   Hace un par de semanas vino a verme Amada, mi sobrina, y me contó que se iba a casar. Ya tenía todo preparado, hasta el vestido, cada detalle de la fiesta con que se celebraría el matrimonio. Ella nunca había estado acá hasta esa vez, en que pudo compartir también con Caterina. Conversamos, primero banalidades, las flores para la boda, después apuntamos más a los sentimientos.
   -¡Qué paz hay aquí! -exclamó mi sobrina, en algún momento.
   La fascinación que tenía Amada hacia su próxima boda se fue diluyendo. Confesó que no estaba enamorada, y sólo iba a casarse por la presión de la familia, y porque se suponía que eso era lo que había que hacer. Estaba empezando a llorar cuando se despidió. Me quedé muy preocupada y recé por ella. A los pocos días volvió, y se la veía muy contenta.
   -Vengo a quedarme... -dijo-, si me aceptan.
   La abracé feliz, y me contó las peripecias que tuvo que hacer para cancelar la boda. Son detalles que, en el momento, parecen enormes pero pasan a olvido muy rápido.
   Ha crecido tanto la comunidad, que me he visto obligada a enviar algunas Hermanas en misión, para formar a las nuevas en Foligno, en Arezzo, en Siena. Y mi hermanita Caterina se está yendo a Florencia, dentro de poco. Sé que la voy a extrañar mucho.
   Con las más antiguas conversé acerca de la manera de recibir a las Hermanas nuevas, que ya empiezan a ser muchas.
   -Que sea tal como me recibieron a mí -comentó Bienvenida.
   -Deben prepararse para soportar penurias -aclaré- vosotras sabéis eso.
   -Las que han llegado con miedo -aportó Caterina-, a los pocos días ya lo han vencido.
   -Aprender a aceptar..., y a disfrutar del desapego -señalé.
   -Si nos dejamos tocar por Dios, todo se resuelve -agregó Felipa.
   -Hay que enseñarles lo esencial de la fe cristiana -propuso Pacífica, y la conversación empezó a irse para otro lado.
   -¿Se puede comulgar más de una vez al año? -preguntó una, y decidí dejar la reunión hasta ahí, no más.
   Llamé a las Hermanas nuevas. Con ellas estuvimos admirando ese bellísimo crucifijo bizantino que tenemos en el convento. Ese mismo que le dio la inspiración a Francisco. Me acerqué sonriendo, me hinqué y me puse a rezar. Todas me imitaron. También Francisca, Angeluccia e Inesita, que llegaron hace poco. Esta última es una niñita, hija del alcalde y de una mujer que no es la suya. A la pobre Inesita la acogimos con mucho cariño, tal como a la pequeña Lucía, que llegó de Roma el año pasado, en circunstancias parecidas, y también fue recibida por caridad.
   Me alegré al escuchar a Angeluccia alabando en voz alta, lo que es una gran cosa, siendo tan nueva. Nos sentamos en unos rústicos bancos que los Hermanos construyeron para nosotras.
   Angeluccia quiso saber quienes son los personajes que están junto a la cruz de Cristo, y que le dan tanta vida al ícono.
   -A la derecha de Jesús están la Virgen María y el apóstol San Juan -expliqué- los que estuvieron al pie de la cruz.
   -¿Y a la izquierda?
   -Una de las mujeres es Magdalena, y la otra es María, la esposa de Cleofás, que también estuvieron, con valentía, en aquella ocasión.
   -¿Y el que está al lado de ellas?
   -Es el centurión Cornelio.
   -¿El centurión..., pero... ¿cómo?
   -Fue puesto en el ícono porque el tipo se dio cuenta de lo que había hecho. Fue tremendo para él. Años después se convirtió al cristianismo.
   -Jesús decía “Perdónalos, que no saben lo que hacen”.
   -“No saben lo que hacen” repetía por lo bajo el centurión sujetando las lágrimas, mientras bajaba del Calvario. Así se lo confesó a San Pedro.
   -¡Ah!
   -En este ícono, Cornelio está representando al pecador que se arrepiente y es redimido.
   -Entonces, nos representa a todos.
   -Sí, pues.
   -¿Y de quién es esa cara que se alcanza a ver atrás?
   -Sólo sé que es hombre, porque tiene bigotes. Debe ser alguien que también haya estado en el Calvario.
   -Ningún otro apóstol estuvo ahí, más que Juan.
   -Algún discípulo... ¿talvez Esteban...? No lo sé.
   -¿Y esos dos más chiquitos?
   -Esos bien chiquitos, uno a cada lado, representan dos grupos. Son los soldados romanos, y los sacerdotes judíos.
   Nuestro crucifijo bizantino está lleno de contenido. Y tiene su historia... Marca el comienzo de toda la aventura en que estamos metidos Hermanos y Hermanas.

         * * *

   Una tarde se me acercó Pacífica, pues quería hablarme algo importante, según dijo. No pudimos conversar nada porque en ese preciso instante tuvimos visita. Esteban de Narni se llama el Hermano que llegó asustado y con una risa nerviosa. El hermano Leonardo tuvo que venir a dejarlo, por encargo de Francisco.
   -El hermano Esteban está pasando un mal momento -le escuché decir a Leonardo.
   El pobre Esteban se veía como trastornado. Yo no sabía qué extraño mal lo aquejaba, pero según Francisco, sólo yo podría ayudarlo a sanar poco a poco. Leonardo me lo traería por una hora, día por medio..., como si yo entendiera de eso. Los hice pasar al comedor, que es el único sector más apropiado para conversar. Le hablé algunas cosas triviales a Esteban para facilitar que él expresara su angustia como pudiera. Lo dejé que llorara un poco. Lo puse a rezar, y le hice la señal de la cruz varias veces. Al final se durmió, y ahí lo dejamos un buen rato. Aproveché de pedirle a Leonardo que me ayudara con el trabajo del jardín.
   Cuando se fueron, Esteban se veía mucho mejor que como llegó, a tal punto que ya no vinieron más porque lo dieron por sano.
   A una Hermana que se tentó de la risa, otra la retó:
   -¡Qué poco cristiana eres!
   Respuestas iban, insultos venían, hasta que las llamé al orden. Apelando a la obediencia las hice arrodillarse, por turno, frente a la otra y pedirle perdón. Y después, le pregunté a cada una si estaba dispuesta a dar ese perdón, con generosidad. Se abrazaron y se les pasó el enojo. Todas quedamos de mejor ánimo.
   Fue entonces que me acordé de Pacífica, y tuvimos la buena idea de regalarnos una pequeña conversación.
   -Lo único que no me viene bien de la vida monástica tradicional -me confesó- es ese silencio exagerado... A mí me gusta hablar.
   -Hablemos, entonces, Pacífica -la acogí con alegría.
   -A veces me pregunto si acaso todas las personas podrían vivir así, como lo hacemos nosotras.
   -Al mundo le faltaría uno de sus pies.
   -Me doy cuenta de que soy una privilegiada. Dios me ha amado mucho. Me encanta participar en la creación de algo nuevo.
   -¿Y te ha gustado trabajar en la cocina?
   -Me encanta. Sobre todo, organizarla. Sin tener mucho con qué cocinar, me las arreglo como puedo. Cultivo algunos condimentos.
   -Si la comida es poca, no importa, mientras tenga buen sabor.

         * * *

   Un día sentí que alguien llegaba. Era Ambrosio el que venía. En ese tiempo todavía era el visitador, y ahora traía un mensaje del Cardenal Ugolino, anunciando su visita para el día siguiente. El Cardenal es un hombre que está muy acostumbrado a la riqueza y al poder, a pesar de lo cual su actitud es de recogimiento, y tuvo la amabilidad de venir personalmente a entregarme la nueva versión de la Regla aprobada por el Papa para las Damas Pobres, como el Cardenal nos llama.
   Sin embargo, esa nueva Regla no era lo que yo estaba esperando, ya que intenta hacernos vivir en idéntica forma que las benedictinas, y sin ese privilegio de pobreza que Inocencio III nos proporcionó hace ya más de un año, poco antes de morir. Temo que perdamos nuestra identidad. Sé que todas estamos dispuestas a ser obedientes y vivir de esa manera mientras no tengamos nuestra propia forma que nos corresponde. Será una penitencia más, quizás la más fuerte penitencia, que es la de no poder decidir la forma de vida.
   El Cardenal repasó, leyendo la hojita que traía, algunas condiciones en que personas de afuera pueden entrar en la clausura. Por ejemplo, obispos, sacerdotes, obreros. Y también otras normas. De todos modos le hice ver al Cardenal Ugolino mis desacuerdos:
   -Hay aquí algunas expresiones demasiado drásticas.
   -¿Como cuál?
   -Como ésta, que nos obliga a vivir en clausura por toda la vida..., y otras... En cambio, nada se dice de lo esencial, que es el privilegio de pobreza.
   -No es recomendable para mujeres.
   -Bienaventurada es la pobreza, porque da riquezas eternas.
   -Pero..., no hay que exagerar.
   -Además, esta Regla considera dos clases de Hermanas, las señoras y las siervas. Eso está reñido con las enseñanzas de Jesús.
   -Todos los conventos son así.
   -Menos éste -le dije sonriendo, con la máxima simpatía que pude.
   No hubo forma de hacerlo entender que mirara a ese Jesús pobre que nos anima. Sin embargo, sigo pensando que Ugolino ha sido una verdadera bendición para nuestros movimientos, en muchos aspectos. Estoy segura que sin él nos habría sido imposible sobrevivir.

 
   24.- Francisco y los Capítulos

   Los Capítulos de Pentecostés quieren sobrepasarme. Empezando por el del año pasado, 1218, en el que todavía me sentí bien recibido. Por primera vez asistió el Cardenal Ugolino, y lo hizo con verdadera actitud de servicio. Si hasta se despojó de sus ropas suntuosas y se puso un hábito todo parchado que me pidió para ser uno más de nosotros, aunque fuese sólo por unos días. Codo a codo con los Hermanos Menores lavaba los pies de los pordioseros, sin tener mucha habilidad para esa tarea a la que no estaba acostumbrado. Un mendigo se permitió hasta insultarlo, sin saber quien era el que intentaba mojarle sus sucios pies. Menos mal que Ugolino lo tomó con calma.
   En esa asamblea éramos cientos de Hermanos, y no todos estaban de acuerdo, incluso en aspectos esenciales. Eso fue así porque entraron a la comunidad muchos clérigos e intelectuales que por buscar a Dios en la rígida teología no se dan cuenta que lo tienen mucho más cerca de lo que creen.
   En aquella oportunidad les hablé de la alegría de vivir, del desapego, y de las actitudes con que se viste el alma, no sólo para ser bella. La ropa del alma también defiende del clima riguroso, pero no ha de ser una armadura.
   Un religioso me preguntó por qué yo hacía caso a escritos paganos y a otros en que no se habla de Dios. Le respondí que con esas letras también se puede armar el nombre del Señor. No quedó muy convencido, pero se fue pensando. En fin, ese Capítulo del año pasado transcurrió sin tanta dificultad, a pesar de la multitud que ya éramos.
   Los meses caminaron apresurados. Primero, a propósito de la Cum Dilecti, bula en que Honorio III asegura a nuestra fraternidad el ser recibida favorablemente, como comunidad cristiana autorizada. Este documento, lo llevo conmigo cuando salgo a predicar.
   Después vino la cena en casa de Ugolino, con la presencia de Domingo de Guzmán. Grato encuentro con un buen amigo. El Cardenal nos instó a conversar de nuestras comunidades. Ugolino me estima pero discrepa conmigo en la manera de leer lo esencial del evangelio.
   -Me agrada que seas un soñador -me dijo- pero los otros cardenales te consideran peligroso, en ese aspecto.
   -Imitemos a Cristo -respondí- que renunció a las ventajas de ser Dios y se sometió a las desventajas de ser hombre.
   -Sí, pero ni tú ni yo somos Cristo... Somos de barro..., tenemos que reconocerlo.
   -Desde que sentí que Jesús me decía "repara mi iglesia, que se está arruinando", eso ha sido la piedra fundamental en que se basa todo lo que he intentado hacer.
   Ugolino me acogió con simpatía, pero no me pareció que estuviera vibrando.
   -La pobreza es una de las cosas que se ha echado a perder en la casa del Señor -continué-. Los excesos de riquezas materiales pueden derribarla. Tenemos que repararla desde un lugar de amor. No se trata de poner una casa nueva y odiar la actual. Eso no funciona. Limpiemos, pulamos, tapemos las goteras, pintemos, reforcemos la tabla débil.
   Noté que Ugolino se quedó con la poesía y no con lo sustancial.
   -No me pondré afuera de esa casa a gritar contra ella -insistí.
   Me dejó tan triste esa conversación que casi no me di cuenta cuando el Cardenal cambió el tema y nos habló del Papa y de las dificultades que enfrenta al tratar de conciliar a los poderosos monarcas Federico II y Otón IV, rivales declarados. Después de esa cena quedé más convencido que nunca, de la necesidad de mostrar el verdadero rostro de Cristo.
   Nuestra cofradía ha seguido creciendo. Hace pocos meses llegó Iluminado, un muchacho muy joven, de Rieti, un verdadero regalo de Dios para mantener muy viva la luz. Le hace honor a su nombre.
   Casi al mismo tiempo llegó el hermano Mosca, que no dio resultado. Estuvo unos pocos meses con nosotros. Voraz a la hora de sentarse a la mesa, y muy pasivo e incómodo cuando le tocaba salir a mendigar. Esta persona era una carga, que no aportaba nada. No traté de retenerlo cuando él se mostró inseguro en cuanto a su permanencia.
   Recorrí muchos lugares en este período de mi vida, predicando el amor a Jesús, y casi siempre fui aceptado. En Toscanella se me acercó un señor de gran riqueza material, y me llevó a su casa, me ofreció alojamiento por los tres días que estuve en ese pueblo. Se esmeró por atenderme. Su hijo pequeño estaba enfermo de las piernas y no había logrado aprender a caminar. El hombre me rogaba todos los días que curara a su hijo. En vano le expliqué mi absoluta incapacidad para algo tan grande. Insistió con tanta fe que tuve que intentarlo. Eso sí, primero me puse en oración por unas horas, rogándole a Dios que sanara al niño. En eso estaba yo, transportado espiritualmente, cuando visualicé dos luces, una más potente que me mostraba a Dios Creador, sin duda, y otra un poco más tenue, que resultó ser como un espejo en el cual yo me miraba. Me sentí un instrumento del Señor, y fui hacia el pequeño, lo tomé en mis brazos, lo puse en el suelo y lo ayudé a pararse. En todo momento supe que Dios no me iba a defraudar. Llevando al chico con mis manos y con gran paciencia, él pudo doblar sus rodillas, afirmarse y dar unos pasos. Toda la familia celebró al niño, que ya podía aprender a caminar.
   En otra oportunidad, en Spoleto, me ponía yo a pedir limosna, todos los días en la misma escalinata, junto a otro Hermano de ese pueblo. Ambos habíamos superado ya la etapa de la vergüenza, y no teníamos tantas trabas para vivir la vida de esa manera. A la misma hora de siempre, pasaba dándose aires de grandeza un hombre que iba llegando a almorzar a su casa, ahí muy cerca. Cada vez le hablábamos a este señor apelando a la generosidad que Dios puso en él. Nos miraba con reprobación y hasta nos insultaba antes de seguir su camino y entrar a su lujosa vivienda. Así, hasta que un día volvió a aparecer por la puerta de su casa, minutos después de haber llegado, y nos gritó algo, al mismo tiempo que nos tiró un pan, el cual rodó por la calle hasta posarse a pocos metros de nuestra posición. Fui a recogerlo y le grité mis gracias al hombre, que ya se estaba entrando.
   Llevamos el pan al convento y lo compartimos con los demás Hermanos. Rezamos tanto por el hombre aquel, que al poco rato llegó a golpear la puerta. El Hermano portero lo hizo entrar, y se produjo una extraña situación en que lo mirábamos y él nos observaba en silencio. No sé cuanto rato transcurrió hasta que el tipo se puso a llorar, nos pidió perdón y se fue, cambiado para siempre. Tiempo después los Hermanos me contaron que este hombre se transformó en un benefactor.
   El año transcurrió tan rápido, que muy pronto estábamos ya en un nuevo Capítulo de Pentecostés, más concurrido que el año anterior, en los bosques de la Porciúncula. Armamos chozas de paja como si se tratara de una fiesta de tabernáculos. Yo conocía casi a la mitad de los Hermanos que vinieron. Para esta ocasión invité a Domingo de Guzmán. Me encontré con muchos hombres eruditos que querían conocerme. Todos ellos muy amables y con gran conocimiento acerca de la estructura actual de la Iglesia, pero no tenían ninguna motivación para luchar por los cambios que ésta requiere. Ni siquiera sentían que vivir la pobreza pudiera ser beneficioso para algo. Comprendí que de esa manera los cristianos nos estábamos resistiendo a ser transformados. En vez de iluminar, era nuestra fraternidad la que se estaba convirtiendo en una Orden tradicional. El gran desafío se estaba planteando así. Cómo vivir esta situación de la manera más fiel posible.
   Inauguré el Capítulo diciendo:
   -Hermanos míos, el camino en que estamos puestos es el de la humildad y la sencillez. Puede pareceros extraño mi programa, pero es el Señor mismo quien me lo ha revelado.
   -Sería lamentable que al predicar buscarais el aplauso fácil en vez de la liberación de las almas -agregué-. O que desvirtuarais el mensaje, viviendo con exceso de comodidades.
   Exhorté a los Hermanos a que amaran siempre a Jesucristo y que vivieran desapegados de los bienes materiales. De pronto, noté que muchos se distraían mirando extrañados mi túnica llena de parches, que ya no se sabe de qué color es.
   Les pedí que formaran grupos de a doce, como los apóstoles, para discutir los temas que estaban siendo de interés. Cada cierto trecho, el monitor de cada grupo comunicaba a la asamblea en forma brevísima lo esencial del resultado. Aún así, eso nos tomaba mucho tiempo, debido a la gran cantidad de grupos. Me di cuenta de lo difícil que es administrar una comunidad tan grande. No la tengo ya en mis manos, como antes. Ruego a Dios que esté en sus propias manos.
   Un poco antes que terminara el Capítulo, Ugolino vino a mí, con gran preocupación, en una pausa y me preguntó mi parecer acerca de lo que le estuvieron diciendo ciertos Hermanos. No pregunté quienes.
   -Ellos quieren aceptar la sabiduría de Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval y el abad Benito.
   -Mi camino no es ninguno de ésos -respondí-, es de sencillez y humildad. Ya sé que parezco un loco, pero es así como me guía el Señor.
   Con Ugolino puedo conversar estas cosas, y hacerle ver que nuestra comunidad está hecha para abrir un nuevo camino necesario, y no para transitar por las anchas calles conocidas.
   -Me he jugado por vivir de acuerdo a las enseñanzas de Cristo -agregué.
   -Tengo un gran temor... -expresó el Cardenal-, que la fraternidad sucumba como ha pasado con todos los movimientos similares de reforma. Es que no fueron canalizados... y se descontrolaron.
   -Muchos cristianos de hoy sienten orgullo al levantar la cruz en el campo de batalla, pero se avergüenzan de la cruz... O la llenan de teología, en vez de tomarla y seguir a Cristo..., que nos habla de amar al enemigo y rezar por los perseguidores.
   Ugolino quedó muy impresionado, y se dispuso a dejar tranquilos a los disconformes que habían preferido acudir a la persona de más jerarquía, en vez de plantear el asunto abiertamente en la asamblea.
   Las conclusiones de ésta fueron gravitando hasta quedar establecidas. Se decidió que para evitar fracasos en las misiones, como los ocurridos, sería necesario que los Hermanos tuvieran más instrucción, incluso que fueran enviados a universidades.
   Siguió primando el espíritu de pobreza, pero eso fue algo que me costó una ardua lucha. A ratos sentí desesperación, pero el alma siempre me volvía al cuerpo.
   Respecto al llamado del Papa a integrar la nueva Cruzada, la decisión de la asamblea fue clarísima. No iremos a poner más guerra encima de la odiosa guerra. Nuestra decisión fue la de participar de una manera distinta. Iremos hacia los infieles a llevarles la palabra del Señor. Será arriesgado, y así lo asumimos. No necesitamos riquezas ni seguridades.
   Egidio fue el más decidido. Viene llegando de las Cárceles donde pasó más de tres años, y ahora quiere partir a Túnez. Lo planteó en la asamblea y recibió muestras de estimación y apoyo. Le hablé a él y a todos, encomendándoles que no se trata de ir a la confrontación, aún cuando nos reconoceremos como cristianos.

 
   25.- Iluminado en el mundo islámico

   Fue en el verano de 1219 que partimos hacia tierras musulmanas con la intención de llevarles el evangelio de Jesucristo. Para Francisco, éste era su tercer intento. Para mí, el primero, y me gané este derecho porque algo sé de la lengua árabe. No mucho, sólo lo que aprendí durante mi infancia en Rieti, con un tío mío de ascendencia árabe.
   Este viaje fue un verdadero regalo para mí. Nos embarcamos en Ancona junto a otros diez Hermanos y una multitud de hombres que iban a hacer la guerra con tal de huir de los ingratos destinos que su tierra italiana estaba en condiciones de ofrecer.
   El resto de los Hermanos tuvo que volver a sus conventos porque el barco no tenía capacidad para llevarlos a todos. ¿Quién seleccionó a los diez de la suerte? Francisco le pidió ese servicio a un niño que vagaba por el puerto. Dijo que así se daría la voluntad de Dios.
   -Necesito que Iluminado sea de la partida -exigió Francisco, indicándome a mí.
   Durante el viaje, el hambre y la enfermedad hicieron morir a muchos, mientras que los delincuentes, que también los había, mataban para robar algo de comer. Nosotros, los Hermanos, sobrevivimos sin dificultad porque estamos acostumbrados al ayuno. Finalmente, llegamos a Damieta en Egipto, donde estaba ubicado el frente de lucha. En el campamento de los cruzados nos recibió el Cardenal Pelayo Galván, un español con más odio que aptitudes. Siempre enojado y arrogante.
   A los Hermanos Menores nos asignó alojamiento en la casa contigua a una iglesia en el barrio más pobre de la ciudad, donde los enfermos y heridos aparecían a cada paso. Ocupamos gran parte de los días siguientes en atenderlos, pero con Francisco y Pedro Cattani también nos dedicamos a ir al campamento para tratar de conversar con Pelayo, a pesar de que nos menosprecia.
   El Cardenal usaba costosas vestimentas rojas. Podríamos hablar con él si se dignara bajar de su brioso corcel, el que también estaba adornado con un elegante género rojo.
   El ambiente no era de lo mejor, por las discusiones internas y por la falta de disciplina de los cruzados.
   -Te sugiero que aceptes -propuso a Pelayo uno de sus oficiales, cuando ambos bajaron de sus caballos-. Nos ofrecen todas las reliquias de la cruz de Cristo.
   -Migajas -replicó enojado el Cardenal.
   -Si nos retiramos de Egipto nos devolverán Jerusalén... ¿Te parece eso una migaja?
   -Pues, no se los creo.
   -Más te valiera creer, mira que saldríamos ganando sin sacrificar vidas.
   -¿Tienes miedo?
   -No, Pelayo, pero lo que nos ofrece el sultán nos conviene.
   Con Francisco y Pedro nos limitamos a escuchar en silencio y a mirarnos con extrañeza hasta que nos formamos una clara idea de la situación, justo cuando el diálogo entró en una de las carpas, a la que no tuvimos acceso.
   -Francisco, Pedro -les hablé entonces, cuando nos quedamos solos- me parece que nos vamos a meter en una batalla sin destino.
   -A mí también -dijeron ambos a coro.
   -A ti te hará caso el Cardenal -continué, dirigiéndome a Francisco- eres nuestro jefe.
   -Mira, Iluminado, no creo que Pelayo escuche a nadie.
   -Si Dios te susurra algo al oído... es para que lo grites desde los techos... ¿no?
   -Así nos enseña Jesús.
   -¿Y entonces?
   En eso, el Cardenal Pelayo salía de la carpa, y Francisco se acercó a él.
   -Perdón, señor Cardenal -habló tímidamente Francisco.
   -¿Qué necesitas? -preguntó molesto Pelayo.
   -¿Qué mejor podríamos tener que la ciudad de Jerusalén -respondió Francisco con otra pregunta-, y las reliquias de la cruz de Cristo, además de salvar vidas y terminar de una vez una guerra inútil?
   -No te metas en lo que no te corresponde -le gritó Pelayo, alejándose.
   -Es Jesús quien nos guía -insistió Francisco, corriendo detrás del Cardenal.
   -Eres un cobarde.
   Tres días después, Pelayo atacó la fortaleza árabe usando catapultas, y sus hombres fueron repelidos con aceite hirviendo. Fue una aplastante derrota para los cruzados. Muchos nuevos heridos llegaron a la pequeña iglesia que nos hospedaba. Nos quedaba poco tiempo para ir al campamento, y en esos breves ratos, Francisco se las arreglaba para tratar de hacer entrar en razón al Cardenal Pelayo. Así fue que llegamos a saber que el sultán quería negociar. Ésta era una gran oportunidad para nosotros. Francisco no tardó en ofrecerle al Cardenal nuestra colaboración en esta emergencia.
   -Olvídalo -fue la primera respuesta.
   Pelayo no tenía intención de enviar a nadie a parlamentar.
   -Te he dicho que no -contestó Pelayo al segundo día, cuando Francisco volvió a la carga.
   -Es muy peligroso, Francisco. No creo que el sultán os deje salir con vida -fue la respuesta del Cardenal, al día siguiente.
   Así siguió evolucionando este asunto, durante una semana. Pelayo quedó tan aburrido con Francisco que accedió a su pedido, sólo por deshacerse de él. Permitió que yo acompañara a Francisco, para que le sirviera de intérprete, pero nadie más.
   Las órdenes fueron muy claras. No deberíamos ceder ni un ápice. Además, Pelayo, que tenía clarísimas nuestras intenciones, nos advirtió:
   -No tratéis de convertir al sultán, si no queréis que él os mate.
   Partimos contentos hacia territorio enemigo.
   -“Ama a tu enemigo” es lo que nos dice Cristo -dije a Francisco, por el camino.
   -Sí. Les llevaremos el evangelio, y talvez hasta logremos terminar la guerra.
   -¿No será mucho?
   -Es que me lleno de optimismo.
   Salimos del pueblo por unas callejuelas oscuras y llegamos a un despoblado en el cual encontramos un sendero que nos llevó, después de algunas horas, hasta las cercanías del palacio del sultán.
   Sabíamos que la cosa era peligrosa. Estábamos en una ciudad y creímos que de ahí podríamos ir a las plazas a hablarle a la gente, en idioma universal. Francisco trató de aprender previamente algo de árabe. No alcanzamos a decir ni una sola palabra en público. Nuestro aspecto bastó para que nos rechazaran. Muchos soldados en las calles no nos permitieron avanzar más allá de las primeras casas. Unos guardias nos detuvieron y nos llevaron a una improvisada estación de policía que funcionaba en una carpa. Nos apodaron “los sufíes cristianos”, y se reían de nosotros.
   Insistí mucho en que necesitábamos ver al sultán de Egipto para parlamentar.
   -Nuestra misión es importante -traté de decir, en mi mejor lenguaje árabe.
   Nos hicieron preguntas, que yo contestaba después de preguntar a Francisco qué tenía que decir. Ahí me di cuenta que no es tanto lo que sé del idioma, pues me costaba armar cada frase.
   Nos llevaron a un edificio cercano y nos pusieron en una celda inhóspita hasta el día siguiente. Tratamos de dormir, pero al alba despertamos con las oraciones que se escuchaban. Pensé en mi nombre, que me habla de la luz que nos damos los unos a los otros. Jesús dice "Sois la luz del mundo". Creí que me había salido del mundo, pero hasta ahora no ha sido así. Sólo me puse en una orilla del mundo, tratando de iluminar, pues siempre he pensado que para algo me pusieron mi nombre. Unos dan luz, otros calor, otros vida, pero no estoy todo lo encendido que quisiera.
   Al día siguiente nos siguieron interrogando. Hasta unos pocos golpes nos dieron, pero pronto se aburrieron de nosotros. Entonces, empezamos de nuevo a insistir en que traíamos un mensaje de paz para el sultán, y queríamos ser recibidos por él, como emisarios para el bien y no para el mal. No querían hacernos caso, pero las cosas se fueron dando, pues pasó por ahí, ese mismo día, un alto funcionario. Nos vio y escuchó, y dio la orden de que nos trasladaran a otra celda un poco mejor, en las inmediaciones del Harem. Ahí no íbamos a poder estar por mucho tiempo, ya que era de alto nivel.
   Supusimos que de allí nos enviarían a una cárcel, lo que no estaba en nuestros planes. Sin embargo, tuvimos suerte, pues una noche llegó a ese lugar el sultán Al Kamil. De hecho, todas las noches las pasaba en el Harem, pero esa vez necesitó conversar algo con el encargado del centro de reclusión, y éste le habló de nosotros y de nuestro extraño requerimiento.
   El sultán dispuso que a la mañana siguiente nos llevaran a cierta sala del recinto. Por supuesto, nos llevaron custodiados. Francisco conversó con el sultán, a través mío, siendo yo el que conocía algo del idioma. Aquél comenzó un discurso, que yo traducía con la máxima fidelidad posible, así como también las respuestas de Al Kamil.
   Francisco empezó pidiendo perdón al sultán por la agresividad de los cristianos. Después le habló de Jesús.
   -Jesús, ¿el hijo de María? -expresó el sultán-. Aparece en nuestro libro sagrado, el Corán.
   Se entendieron muy bien, a pesar de tener uno el ideal de pobreza, y el otro, el de la riqueza. Ambos vibraban con el tema religioso, y se respetaron plenamente. Los dos querían terminar la guerra lo más pronto posible, y ninguno de ellos tenía la fuerza necesaria para lograrlo. Con gran entusiasmo intercambiaron ideas, hasta terminar siendo casi amigos. Al Kamil dejó muy en claro, eso sí, que a él no le íbamos a cambiar su religión.
   -Nos matarían a los dos -aseguró riendo el sultán a Francisco.
   Le caímos en gracia, y nos liberó de la prisión. Pudimos quedarnos como huéspedes suyos en una edificación que estaba muy cerca del palacio. Nos recomendó no salir porque nadie iba a comprender una cosa así. Conversamos un rato cada día, y hasta nos permitió entrar al palacio real y nos reunimos con los principales jefes.
   El sultán es un hombre joven y afable. En todo momento nos respetó. No entiendo cómo nuestros cardenales le hacen la guerra. Podría haber entendimiento conversando las cosas. Hay mucho fanatismo en nuestra jerarquía. También en importantes sectores del mundo árabe. Decidimos que le contaríamos todo eso al cardenal Pelayo, para que cambie de actitud. Eso sí, cristianizar a la gente de acá, como pretendíamos, es imposible. El sultán nos hizo ver que es tan difícil como cambiarnos a nosotros a la religión musulmana. Sin embargo, nuestro Dios es el mismo.
   Ya no sabía yo si estaba preso en jaula de oro o era huésped real del sultán. Nos trataban muy bien, como a visitas ilustres. El palacio era enorme y suntuoso, con pasillos y salones muy adornados, lo cual no tiene nada que ver con nuestra forma de vida.
   -El ámbito de nuestra tarea está en los cristianos -me dijo Francisco, y tiene toda la razón.
   Durante una semana fuimos huéspedes de Al Kamil. En la tercera noche, nos ofreció mujeres para agasajarnos como corresponde. Se trataba de unas sirvientas del Harem que se hallaba ubicado en el edificio vecino. Francisco me ordenó rechazar la oferta, cuando se la traduje con un poco de bochorno. Eso no fue entendido de buenas a primeras. Tuvimos que explicar que en nuestra cultura, y muy especialmente en nuestra situación de predicadores pobres itinerantes no nos permitíamos una cosa así.
   -¿Irías a una mezquita? -preguntó Al Kamil, después de varios días.
   -¿Por qué no? -fue la respuesta de Francisco-, si Dios está en todas partes.
   Esa tarde estuvimos en la mezquita. Fue una experiencia interesante.
   -Gracias por intentar salvarme -exclamó el sultán cuando decidió que ya era el momento en que debíamos retirarnos-. Habéis arriesgado vuestras vidas por mí... Nunca lo olvidaré.
   Regaló a Francisco un cuerno de marfil, muy lindo, y además nos otorgó un salvoconducto para visitar Tierra Santa. Y hasta nos dio víveres para nuestro camino al campamento. Llegamos a éste contentos y transformados. Ya no queremos evangelizar a los musulmanes. Eso no tiene sentido. Nuestro trabajo hemos de hacerlo hacia los cristianos.
   El Cardenal Pelayo nos preguntó acerca de las instalaciones que tendríamos que haber visto, pero la verdad es que ni nos fijamos.
   -No tenéis remedio -nos dijo.
   Nosotros, los Hermanos Menores, no quisimos seguir estando ahí. Tampoco a Pelayo le interesaba que continuáramos, así que fue muy fluida la despedida, y partimos hacia Tierra Santa, pasando por Siria para visitar a Elías. Es el Custodio de Siria, y nos recibió feliz. Francisco quedó admirado por el excelente trabajo que ha hecho acá Elías, con miras a reconciliar la iglesia griega con la latina. No sólo los cristianos le tienen estimación, también los musulmanes.
   Se ha incorporado a los Hermanos Menores en Siria un sacerdote y predicador famoso, Cesáreo de Spira. Es un teólogo alemán, que estudió en París, y sabe mucho acerca de los evangelios y de la obra misionera de San Pablo.
   Con Francisco, Pedro y Elías fuimos a Jerusalén, y también a Galilea. Fue un viaje emocionante y muy provechoso. Ver los lugares en que Jesús estuvo enseñando es sobrecogedor. Casi parece que todavía estuvieran las palabras de Jesús vibrando en el aire.
   Después de una semana volvimos a Siria a reunirnos con los demás. Estábamos contentos en Siria hasta que llegó el hermano Esteban, proveniente de Asís. Un saludo alegre fue seguido por nuestras caras de pregunta. Todos queríamos saber a qué se debía ese viaje.
   -No traigo buenas noticias -señaló Esteban.
   -¿Qué ha pasado? -quiso saber Francisco, pues la preocupación nos tomó a todos. Yo me imaginé las peores tragedias, en tan solo los pocos segundos que Esteban tardó en responder:
   -Los Hermanos más intelectuales... y los más clericales... se están apropiando de la comunidad.
   Empecé a sentirme un poco más aliviado y tranquilo, ya que lo escuchado no me pareció tan enorme ni falto de solución.
   -¿A qué te refieres? -preguntó Francisco.
   -Hubo un Capítulo de Pentecostés, sin nadie que tuviera la fuerza para defender nuestros principios originales.
   -Tendremos que anticipar nuestro regreso a Italia -decidió Francisco.
   -Sí, Francisco, por favor -suplicó Esteban, y después siguió contando los tristes pormenores de la debacle. Hasta nos habló de perseguidos y encarcelados. Yo no era capaz de imaginar cómo podía haber ocurrido algo así. Supuse que Esteban puede haber estado exagerando, pero de todos modos era urgente volver a Asís. Así lo hicimos, a primera hora del día siguiente. Francisco le pidió a Elías y a Cesáreo que nos acompañaran porque los iba a necesitar, con toda seguridad. Ambos accedieron, así que nos embarcamos con ellos hacia nuestra querida Italia, después de varios meses de haberla dejado.
   La Cruzada continuó, a pesar nuestro. La destrucción fue salvaje. Los lugares santos siguieron estando en manos árabes.
   En el barco, Francisco tuvo unas fiebres altas y no podía comer nada, ni siquiera tomar agua. Y como si eso fuera poco, se le pusieron los ojos colorados y le ardían. Se le hincharon los párpados y veía todo borroso. El viaje se le hizo eterno, y a mí también, hasta que por fin llegamos a Venecia. Desde ahí en adelante hasta Asís, Francisco ya estaba mejor.
   -¿Quién soy yo? -me preguntó Francisco.
   Entendí perfectamente que no estaba enajenado, sino que se estaba cuestionando, y ajustando su persona. Yo no quería ni pensar en lo que se nos iba a venir encima. Encontraríamos una Porciúncula muy distinta a la que dejamos.
   -Estás en un momento de fuerte cambio -le dije, y comprendí que no estaba respondiendo a su pregunta, pues no me corresponde hacerlo.

 
   26.- Pedro al volver de Oriente

   En el verano del 1220 volvimos a Asís, con Francisco, Elías, Iluminado y los otros. Acá nos encontramos con algo que superaba los vaticinios más pesimistas, surgidos al hablar con Esteban. Algunos Hermanos se admiraron al constatar que Francisco estaba vivo, pues los rumores decían que había muerto. Incluso, en más de uno vi lucir ya una majestuosa actitud de sucesor.
   Nuestra querida fraternidad de Menores estaba en camino de transformarse en otra cosa. Durante la ausencia de Franciso, había quedado a cargo de Gregorio de Nápoles como superior general, secundado por Mateo de Narni como custodio de la Porciúncula. El hermano Gregorio dedicó gran tiempo a viajar, con miras a ampliar nuestro movimiento a otras regiones, lo cual puede ser loable pero, a mi entender, si quedó encargado de cuidar las ovejas, el pastor no tenía que irse por el mundo. Así se lo hizo ver Francisco:
   -Quedaste tú para que pudiera salir yo.
   -Francisco, no te imaginas la cantidad de nuevos Hermanos que han brotado por todas partes -respondió Gregorio-. Y tenemos muy buena llegada con los obispos, ¿sabes?
   No es fácil rebatirle, porque tiene facilidad de palabra.
   -Cuéntame qué pasó en el Capítulo de Pentecostés -pidió Francisco, dirigiéndose a Gregorio.
   -¡Ah! Estuvo fabuloso. Han llegado hombres con una enorme sabiduría.
   -¿Estudiosos...?
   -Más que eso. Eruditos.
   -Acabo de saber que Juan de Capella se retiró de la fraternidad.
   -Sí. Es un santo, pero... muy llevado de sus ideas.
   -¿Cómo así?
   -Formó una comunidad para atender a los leprosos. Escribió su propia regla y partió a Roma a tratar de entrevistarse con el Papa.
   -¿No podía llevar a cabo su misión dentro de nuestra comunidad?
   -No podía... porque estamos siempre tan escasos de dinero, tú sabes. Y han entrado muchos sacerdotes, que necesitan disponer de los mínimos elementos para la eucaristía, y... sus ornamentos. Todas esas cosas.
   -A partir de hoy tendrán que acostumbrarse a ser pobres.
   -De hecho, nos ha resultado difícil mantenernos con puras limosnas y pequeños trabajos ocasionales.
   -Gregorio, debemos rechazar la riqueza, si queremos que la Iglesia viva en el espíritu del evangelio de Jesús.
   -¿Y cómo podrá una Iglesia pobre administrar los sacramentos que los fieles necesitan para su salvación?
   -Tal como lo hacían los primeros cristianos.
   No era fácil dejar callado a Gregorio, pero Francisco lo logró. Sin embargo, le resultaba difícil mantener en la hermandad la forma de vida original. Por un rato breve pudo ponerse contento, cuando llegó Egidio, que había pasado un buen tiempo en profunda oración, alejado del mundo.
   -Quiero ir a predicar en el mundo árabe -le dijo a Francisco, a los pocos días.
   -En el mundo árabe... Sí -accedió Francisco-, pero, llevarás la palabra a los cristianos.
   Eso era lo más razonable, después de la experiencia de Damieta. Así fue como Egidio partió a Túnez, acompañado de Electo, un Hermano de los más jóvenes, y muy debilucho, pero con una tremenda fuerza interior.
   Al día siguiente, Francisco se acercó a mí, diciendo:
   -Pedro, tú eres la persona indicada.
   -¿Para ir a predicar? -pregunté confuso.
   -No... No me refiero a eso... Quiero a alguien que tenga mucho conocimiento de la teología, un sabio. Tú lo eres.
   -Gracias por pensar así de mí... ¿Dónde quieren a ese alguien?
   - Aquí mismo.
   -¿En qué pasos andas?
   -Mira, Pedro, yo ya no tengo buena salud, y no me hacen mucho caso los Hermanos. Le pedí a Dios que me indicara quién ha de reemplazarme, y me ha dado tu nombre. ¿Qué más puedo necesitar? Yo confío en tí. Sé que serás siempre fiel a nuestra pobreza original, y no llevarás a la comunidad por el mal camino.
   -Te agradezco este gesto, pero yo no soy digno de tan alto cargo.
   -No es un cargo. Es un servicio. ¿Estás dispuesto a sacrificarte?
   -Sí, lo estoy.
   Enseguida, Francisco comunicó la noticia a los demás Hermanos.
   -Vosotros, y también yo -les dijo-, obedeceremos al hermano Pedro Cattani.
   Al otro día, Francisco fue conmigo a ver al Cardenal Ugolino, para presentarme.
   -Por favor, no renuncies -le pidió nuestro protector.
   Yo pensaba que me agradaría eso a mí también, pero si Francisco ya lo había conversado con Dios, nada lo haría cambiar. Así lo comprendió el prelado.
   -Sería bueno que los nuevos Hermanos pasaran por un período de prueba de un año, ¿no crees, Francisco?
   -Sí. Tienes razón.
   Fue un logro del Cardenal, pues hasta ahora Francisco estaba reacio.
   -Estoy reformando el clero -continuó Ugolino, dirigiéndose a nosotros- y me agradaría mucho que algunos Hermanos de vuestra fraternidad ocuparan cargos importantes en la nueva estructura.
   -No hemos renunciado al siglo para ocupar cargos -dije.
   -No sería bueno que los Menores se transformen en Mayores -redondeó Francisco certeramente, dando por terminada la conversación.
   Transcurrieron meses difíciles para mí, por la nueva responsabilidad que estaba teniendo. En todo, trataba de hacer las cosas como las haría Francisco. Ya sé que fui nombrado porque soy el único Hermano intelectual del grupo de origen.
   No soy presbítero ni teólogo, pero siempre me ha gustado estudiar lo relacionado con religión. No pretendo estudiar a Dios, que eso es imposible. No estudié más que el Derecho Canónico. Después, vi que eso no es lo mío. He leído la Biblia, en particular los evangelios, ya los conozco bien y he reflexionado mucho en torno a esos documentos. Hay tergiversaciones en la Iglesia porque algunos jerarcas cristianos de la historia han interpretado algunas cosas a su manera, y sería bueno rectificarlas. Por ejemplo, eso de que María Magdalena haya sido una prostituta es un invento de alguien. Muy novelesco..., y prendió fuerte en la gente. Tenemos que reivindicarla, algún día. Al principio creí que yo lo haría, pero en eso entré a la comunidad, y ya empezó a cambiar mi propósito de vida. Me transformé ese día en que llegó Francisco con Bernardo a consultarme porque éste quería saber cual sería su camino. Resultó que no sólo él descubrió su camino sino que hasta yo descubrí el mío. Fue como un terremoto interior, que me removió.
   Y ahora, he tenido que cargar con la tediosa administración, pero en el momento de decidir cosas importantes, le consulto a Francisco. Ya tengo mi edad, estoy enfermo, y los rigores de la vida me han debilitado. Cada nuevo invierno me deja peor y no sé si resistiré el próximo.
   Los demás Hermanos, salvo los antiguos, tratan a Francisco como si hubiese muerto. Con veneración, pero sin hacerle mucho caso. Todos los días tenía que repetir Francisco sus llamados a la oración:
   -Alimentad vuestra alma. Sin oración no se puede avanzar en el sendero de Dios.
   Francisco daba el ejemplo, entregándose a sus plegarias en cada momento. Contemplando, percibía más que todos nosotros, como si tuviera sentidos especiales. Ésa es la principal razón por qué lo sigo tan decididamente.
   Una vez le llamé la atención por sus excesivas penitencias, como si se estuviera castigando en exceso, de manera injusta.
   -Tengo que ser ejemplo para los demás -me respondió-. ¿Y por qué seguimos teniendo ese libro? -agregó, cambiando el tema, al tiempo que señalaba un lujoso ejemplar del Nuevo Testamento, que había adquirido Mateo de Narni cuando nosotros estábamos en Oriente. Antes que yo alcanzara a pensar alguna respuesta, nos interrumpió el Hermano portero, diciéndome:
   -Viene la mamá de unos de los Hermanos, y pide ayuda.
   -Dale este libro -fue mi inmediata respuesta, y le pasé el famoso Testamento aquél-, le sacará un buen precio.
   Francisco sonrió, después que el portero se hubo alejado, y a mí me vino una tentación de risa, que no la pude aguantar. Al final, reíamos los dos, con gran relajo.
   Días después llegó la noticia de los mártires. Cinco Menores murieron en Marruecos. Berardo, Pietro, Adiuto, Accursio y Ottone. A pesar de que el sultán había dado la orden de liberarlos, ellos nunca dejaron de predicar cada vez que pudieron. Eran los propios cristianos los que intentaron callarlos, por miedo a una eventual venganza del sultán. El infante don Pedro los tenía en su casa a estos cinco Menores, para cuidarlos, y los llevó a una acción armada, junto a otros cristianos y a musulmanes. Tuvieron que pasar tres días de sed sofocante, hasta que Berardo encontró agua, que manaba en abundancia. Lo consideraron tan milagroso, que surgió entonces el tema de la religión, en agudos diálogos en que Berardo dejaba callados a los musulmanes. Cuando el sultán de Marruecos se enteró de estas andanzas se sintió humillado y no aguantó más la predicación de los Hermanos. De ahí para adelante, éstos tuvieron cada vez menos posibilidades de sobrevivir.
   Fue triste conocer el desenlace de tan valiente misión. Encargué a Felipe llevar la noticia al convento de San Damián. Entre llanto y llanto, pudo decirlo todo y consolar a las Hermanas. Clara manifestó su profundo deseo de ir en misión al Oriente y entregar su vida por Cristo.
   -Nosotras también iremos -exclamaron las demás.
   Yo me preguntaba si se trataría sólo de un llamado al martirio, o si no era quizás algo más. El deseo de anunciar el evangelio, de hacer realidad el Reino de Dios por la palabra y por la acción. ¿Por qué ella, Clara, no podía también anunciar el evangelio? A mi entender, en Clara se manifestó algo imperativo, de darse por la salvación de las personas.
   Estaban decididas, a tal punto que Clara solicitó el permiso de Francisco, pues él sigue siendo referencia pastoral para ellas. Nuestro fundador tuvo que ir en persona a San Damián a apaciguar a las Hermanas, hasta que las convenció de quedarse.
   Días después, regresó Egidio. Los cristianos no le habían permitido predicar, y para salvarlo lo obligaron a subir a una nave con destino a Italia. Así, llegó decepcionado, y sin Electo, quien logró escabullirse cuando lo iban a embarcar.
   En su nueva estadía en la Porciúncula, Egidio se dedicó más que nada a cuidar a Francisco, pues encontró que tenía fiebre.
   -Acá hacen a un lado a Francisco -se quejó Egidio.
   -Están un poco cambiados los Hermanos -tuve que reconocer.
   -¿Un poco...?
   -Anoche tuve una pesadilla -le conté para cambiar el tema.
   -¿Sí, qué soñaste?
   -Mira, yo iba pasando por uno de los infiernos..., pero, te digo que un infierno muy desgraciado...
   -¡Ya sé! Ahí te debes haber encontrado con varios Hermanos Menores.
   -No, Egidio. No había ninguno.
   -Talvez no fuiste al infierno de más adentro.

 
   27.- Antonio y su vocación

   Hasta hace poco yo me llamaba Fernando. Tan solo el año pasado me puse Antonio, cuando me incorporé a los Hermanos Menores. Es uno de los pasos más importantes que he dado en mi vida, sólo comparable con el de hoy, que eso sí, es mucho más solemne. Es el día de mi ordenación sacerdotal, a la que asisten mis padres, muy contentos, pues ya se acostumbraron a la idea. Largos años tardaron en asumir que mi camino no es el tradicional que ellos habrían querido para mí. Cuando decidí dejar el mundo para entrar a un convento, hace ya muchos años, casi se murieron de la impresión. Fue un golpe duro para mi padre. Yo tenía apenas 18 años, y mi vida ya había hecho crisis.
   -Tienes facilidad para el estudio -me dijo, el día en que me atreví a comunicarle mi decisión-. ¿Y... la vas a desperdiciar?
   -No la voy a desperdiciar. Estudiaré para canónigo.
   Eso es lo que yo quería hacer con mi vida. Aprender mucho acerca de Dios, y enseñarlo. Bueno..., aunque es imposible aprender mucho..., al menos, todo lo que sea posible. Creo que uno nunca llegará a comprender la grandeza de Dios. Todo lo que parece imposible me llama con fuerza.
   A mi madre no le costó tanto aceptarlo. Creo que a ella puedo decirle lo que siento. Tuvieron que resignarse, después de varios días en que yo no cambiaba de idea. Estaba decidido a dejar las riquezas y las vanidades del mundo, y orientar mi capacidad de estudio al servicio de Dios. Así fue como entré a la comunidad de canónigos de San Agustín, en un convento muy próximo a la ciudad de Lisboa donde nací y me crié.
   Mis amigos me visitaban casi todos los fines de semana, y se reían con mucha bulla, y hasta me picaneaban para que me consiguiera permiso para salir con ellos alguna vez. Tanto ocurrió esta situación, que el canónigo superior se aburrió de esperar un mejor comportamiento de mi parte, y me trasladó al convento de la Santa Cruz, en Coímbra, la capital. Desde entonces pude dedicarme al estudio y a la oración. Aprendí muchísimo acerca de la Biblia y la teología.
   Un día, el superior del convento, que es sacerdote, me ofreció completar mi estudio un año más, y así poder optar a ser presbítero. Puse eso en oración, me levantaba muy temprano a preguntarle al Señor qué he de hacer. Después de unos días, acepté de muy buen grado. No sé si habría llegado a esa misma decisión si hubiera ocurrido antes lo de los mártires, pues fue algo que me removió profundamente.
   Era un grupo de cinco monjes atípicos, pertenecientes a la comunidad de Hermanos Menores. Con Berardo a la cabeza, pasaron por Coímbra hace un poco más de un año, yendo de paso hacia Marruecos. Tenían el férreo propósito de predicar en el mundo árabe, y hacia allá partieron. En Coímbra habían sido acogidos con calidez. Hasta la reina los invitó a palacio una tarde porque quería saludarlos.
   Acá admiramos al fundador de los Menores, un italiano llamado Francisco, muy conocido por haber renunciado no sólo a las riquezas personales sino también hasta a los más pequeños bienes comunitarios. Muy cerca de aquí está el monasterio de San Antonio Abad, que los Menores tienen en Coímbra. Y hasta existe también un convento femenino de Hermanas Menores en Las Cellas. Éste fue fundado hace poco por la infanta Sancha, hermana carnal de Teresa, monja también pero tradicional, cisterciense.
   Lo que ocurrió en Marruecos fue que estos cinco Menores entregaron sus vidas por la causa de Cristo. Sólo regresaron a Coímbra sus cuerpos, traídos en dos cofres de plata por el infante don Pedro, que se hallaba en expedición en Marruecos y había entablado una buena amistad con estos jóvenes. Él pidió los cuerpos para darles sepultura. Tuvo que superar toda clase de dificultades antes de arribar con ellos a Coímbra, varios días después de haberse anunciado. La reina y gran parte del pueblo salieron a recibirlo. El funeral se llevó a cabo en Santa Cruz, y acá mismo quedaron enterrados los cuerpos, pues en el San Antonio Abad no había lugar, si tiene sólo un par de celdas y una sala que llaman comedor.
   Para mí fue una experiencia fuerte, y le prometí al Señor que yo también llegaría a ser mártir, como esos cinco valientes.
   La oportunidad se vislumbró muy poco tiempo después, un día en que vinieron a la "canónica", como dicen ellos, dos Menores a pedir limosna y a rezar ante la tumba de sus mártires. Quise acompañarlos en esa plegaria, que después fue derivando a una conversación.
   -Me gustaría ingresar a vuestra comunidad -les dije, simplemente- y ser enviado a tierras musulmanas.
   No me pusieron ningún problema. También conseguí permiso de mis superiores, a pesar de que estaba dejando pendiente la parte final de mis estudios y la ordenación sacerdotal. No importa. Los llamados de Dios hay que atenderlos.
   Me fui a vivir al convento San Antonio Abad, y en honor a ese admirable santo, uno de los primeros en optar por una vida monástica, decidí llamarme Antonio, para que me ayude a ser como él. Tuve que renunciar a todas mis comodidades porque acá el espacio es muy reducido, y a veces no hay ni siquiera pan duro que comer. Es increíble, pero esta vida ma ha acercado más a Dios.
   En cuanto pude le pedí al Hermano guardián que me enviara a Marruecos a predicar. Se demoró un poco en concedérmelo, pero por fin llegó el día de partir a mi misión, a comienzos del 1221. Durante el viaje no hubo contratiempos. Yo estaba dichoso, pero me enfermé a poco de llegar al mundo árabe. La verdad es que nunca he tenido muy buena salud, y eso atentó en mi contra. Alguna infección atacó mis entrañas, y me dio mucha fiebre. Creí que iba a sanar pronto, pero eso no ocurrió. Cada vez se iba agravando mi estado, y tuve que volver pues así como estaba no valía un mendrugo. El ánimo no me alcanzaba para dar muchos pasos. En esas condiciones tenía que salir a mendigar para mantenerme.
   Pensé que ya habría otra oportunidad, más adelante. Con tristeza me embarqué de vuelta, sintiéndome pésimo. Para peor, se desató una tormenta que casi nos hace naufragar. Por suerte pudimos bajar en Sicilia. Yo, vomitando, fui llevado a un hospital donde me atendieron muy bien, hasta que mi enfermedad sanó, faltando apenas unos pocos días para Pentecostés.
   Ya que estaba en Italia, me pareció conveniente no perderme el Capítulo de este año, que se celebraría en Asís en esa fecha, así que emprendí el viaje hacia el norte, incluyendo un trayecto corto por mar, y lo demás por tierra. Llegué muy a tiempo al pueblito de Asís, que yo no conocía aún. Me encontré con el Hermano guardián del convento San Antonio, que se puso contento al verme, y con muchos otros Hermanos Menores, provenientes de todas partes.
   Lo más notable fue encontrarme con Francisco. Es un hombre delgado y bajito, con una fuerza espiritual increíble. Conversé mucho con él, gracias a que, siendo niño, aprendí a hablar en italiano. Él es muy llano y abierto. Me dijo haber quedado impresionado por mi cultura religiosa. Le respondí que mucho más impresionado estaba yo por su humildad. Francisco se sentaba a los pies de Elías mientras éste presidía la asamblea. Es el ministro general desde hace un poco más de un mes, al morir Pedro Cattani, el anterior vicario.
   Fue un Capítulo interesante, y me sentí muy feliz de pertenecer a esta comunidad. Hasta me concedieron la palabra en cierto momento, y estuve fascinado contando mis últimas experiencias y dando a conocer mis motivaciones para estar allí.
   Ocurrió una anécdota notable. A un Hermano de los que estaban de visita se le perdió un libro que para él era valioso por las enseñanzas que tenía, y porque se lo había regalado una persona muy querida. Le prometí rezar para que apareciera el libro, y así lo hice después de la jornada diaria. A la mañana siguiente, muy temprano, iba yo caminando y divisé algo entre unos matorrales. Era un libro con sus tapas húmedas de rocío. Lo tomé, lo limpié y se lo llevé al Hermano distraído, quien se puso feliz con mi hallazgo.
   Francisco me pidió que por favor enseñara algo de teología a los Hermanos en diversas regiones, pues yo era la única persona, según él, capaz de hacerlo en forma fiel al evangelio. Me explicó que la mayoría de los eruditos dejan de lado lo más esencial y se sumergen en las elucubraciones intelectuales.
   -Sólo se llega al Padre a través de Jesucristo -dijo para reafirmar lo anterior-, lo dicen los evangelios.
   En eso tiene toda la razón. Y cuando le conté que tenía pendiente mi ordenación me insistió encarecidamente que no siguiera postergando eso ni un minuto más.
   -Eres ya como un verdadero obispo -señaló.
   Recuerdo cuando estuve estudiando para canónigo, y después me di cuenta de que eso no era lo que yo buscaba. Por eso estoy derivando a presbítero, y más que nada por la insistencia de Francisco. Fue entre medio que ocurrió lo esencial. Ver lo que pasó con esos mártires me cambió. Algo me decía que ése iba a ser mi destino. Cada paso que he dado ha sido importante, pues no se avanza en línea recta. Me gusta el estudio, y lo que más me gusta es animar, despertar en los demás las ganas de transformarse. Se necesita insistir. No retraerme porque me miren mal. Continuar en pie mientras tenga vida. La iniquidad tiende a mantenerse, no quiere ser erradicada. Hay que tener fuerza para derrotarla. Les hablo a los que escuchan y a los que no quieren escuchar. Me costó darme cuenta de todo esto. Es el niño sabio que uno lleva dentro el que sobresale siempre.
   Al despedirme de Francisco, al final del Capítulo, me volvió a repetir todo su sermón, con tal fuerza que aquí estoy en la "canónica" de Santa Cruz, a punto de ser sacerdote. Es una ceremonia hermosa, llena de símbolos, que no sólo me llena de emoción sino que también eleva profundamente mi ser hacia el Creador.

 
   28.- Francisco y la forma de vida

   Cuando estuve con Elías en Narni, el año pasado, me sucedió algo asombroso. Nos encontrábamos recorriendo la zona central del país, llevando la palabra y viviendo de la limosna. Habíamos salido de Asís varias semanas antes, para asistir al funeral de Domingo de Guzmán, en Bolonia, y al volver visitábamos cada ciudad, por uno o dos días. A tal punto, que nos pasamos de largo hacia el sur, por los pueblos cercanos, y también los más alejados.
   Disfrutamos viendo cómo se aproximaba la gente, y hasta se unían a nuestras canciones. Muchos renunciaban a sus vanidades para emprender el camino de Cristo.
   Fue en Narni que ocurrió algo especial. Todo comenzó cuando un muchacho me dijo en la plaza:
   -Ven a sanar a mi padre, por favor.
   -¿Qué enfermedad tiene tu padre?
   -No puede caminar... Si no fuera por eso, él mismo habría venido acá.
   -Sólo Dios puede sanarlo -respondí- pero... vamos a tu casa, y conversemos un rato con él.
   El joven me miró con extrañeza y nos llevó a su casa. Mucha gente nos siguió, y hasta entraron unos pocos con nosotros. El hombre estaba postrado en su cama sin poder moverse, desde hacía casi un año. Intentaba comunicarse poniendo su lengua en tal o cual posición y haciendo unos raros guiños de ojos. Les pedí que entre todos pidiéramos a Dios que le diera un poco más movimiento al dueño de casa. Pedro es su nombre. Así lo hicimos, durante casi media hora, luego de la cual dije a la gente:
   -Ahora, vamos a cambiar la oración. Le vamos a decir a Dios que estamos muy agradecidos...
   Me miraban sin comprender.
   -... porque tenemos la certeza -continué- que Dios nos escuchará.
   -Gracias, Señor -recé- porque darás movimiento a Pedro, que te lo está pidiendo.
   Así estuvimos otra media hora. Después hice la señal de la cruz sobre su frente y empecé a retirarme. Pedro quiso abrazarme y, aunque no podía lograrlo, al menos pudo mover sus brazos y manos, lo que ya era algo notable.
   -Tienes que hacerle ejercicios -dije al niño antes de irme.
   Volví a esa casa, con Elías, antes de salir de Narni y vimos que Pedro daba ya algunos pasos, y hasta hablaba, lo cual nos puso contentos a todos.
   Seguimos viaje hacia el sur, recordando lo que habíamos vivido en Arezzo, algunas semanas atrás. Allí nos habíamos encontrado con una situación inhóspita, debido a la invasión florentina, que tenía muy desmotivada a la gente. Las calles eran inseguras para los transeúntes, además de estar llenas de basura que nadie recogía. En esa ocasión, nos dirigimos hacia la plaza a entregar nuestro canto. Me puse a predicar, y se juntó mucha gente. Traté de hacerles ver la necesidad de salir del caos y de la vida delictual. Por cierto, no iba a bastar con las buenas intenciones. Algo había que hacer para que la gente no siguiera cayendo cada vez más bajo. Eso pensábamos en la noche, en una pequeña casa de oración que los Menores de Arezzo habían conseguido prestada para vivir, en las afueras del pueblo.
   -Al día siguiente me enviaste a mí -señaló Silvestre, mirándome.
   -Sí, como mensajero. ¿Quién más podría haberlo hecho? Recuerda que eres sacerdote.
   -¿Cómo fue eso de expulsar los demonios? -preguntó Elías, mientras seguíamos caminando.
   -Siete demonios -rectificó Silvestre-, ese detalle es esencial.
   -Como los siete demonios que Jesús expulsó de Magdalena -acotó Elías, al instante.
   -Eso es -intervine-, "siete demonios" significa alguna cantidad de abatimientos que se han ido criando a lo largo del tiempo.
   Seguimos recordando cómo Silvestre había partido con tanta tranquilidad a cumplir esa misión, igual que si se tratara de sacar agua de un pozo, que con seguridad no estaría seco.
   -Fue divertido -agregó Silvestre- entrar al pueblo, gritando "De parte de Dios, retiraos los demonios". Yo apuntaba con la mano hacia los techos, centrando ahí el refugio de las malas costumbres.
   La gente de Arezzo había quedado tan asombrada que empezó a tomar conciencia de la necesidad de cambiar de actitud. Arezzo ha empezado a salir, poco a poco, de su postración, igual que Pedro en Narni.

         * * *

   Durante el camino de regreso a Asís pensé que sería bueno que el Papa Honorio ratificara nuestra Forma de Vida, que aprobó Inocencio, años atrás. Así se lo dije a Elías, y él estuvo muy de acuerdo.
   -La comunidad necesita tener una Regla -reafirmó.
   En cuanto llegamos a Asís me puse a escribir la Regla, en los mismos términos en que estaba esa primitiva Forma de Vida. Incluí algo adicional, la obligatoriedad de tener un período de prueba para los nuevos Hermanos, ya que ése es un verdadero clamor de Ugolino y Elías. Traté de que el documento no fuera muy rígido ni tuviera tanto reglamento, sino más bien sea un propósito de vivir de acuerdo al evangelio de Jesús. Le pedí a Cesáreo de Spira que me ayudara con las citas bíblicas. En todo momento, quise que la regla proviniera de Cristo y no de mí. Puse énfasis en la convivencia fraterna, pacífica, sin agresiones, y en el anuncio del evangelio de Jesucristo. Al final, cité extensamente las Bienaventuranzas.
   La regla no fue aceptada por la asamblea del 1221 porque la encontraron larga y poco precisa en cuanto a normas disciplinarias. Tuve que asumir que los tiempos han cambiado con mucha rapidez, y las motivaciones de la gente son otras. Se ha perdido la mística del comienzo. Algo se podría hacer para reencantar a los Hermanos con esa vida de los primeros años, ese fuego que aún está en mí. Mientras tanto, no me quedó más remedio que hacer otro documento más corto y con más normas específicas, pero sin perder lo esencial que Jesús nos pide. Para ello me recluí con León y Bonicio de Bolonia, en ayuno y oración, en un eremitorio benedictino en el Monte Colombo, cerca de Rieti.
   Cierta noche tuve un sueño en que yo recogía del suelo unas migas de pan para repartir entre los Hermanos. Con las migas hice una hostia, la cual no desaparecía nunca. Cada vez que la daba a alguien, volvía a tener otra igual en mi mano.
   Conversé el sueño con León y él me hizo ver su parecer respecto al significado:
   -Las migas son las palabras del evangelio... y la hostia es la Regla.
   Eso me reafirmó que hacíamos un trabajo correcto. Y... por cierto, era algo que estábamos recogiendo del suelo. Agregamos un concepto a la regla, en el sentido de admitir un grado de adaptación al entorno, pero sin dejar de ser auténticos. Los Hermanos no deberían convertirse en hombre corrientes, pues la sal no puede perder su sabor.
   Volvimos a Asís con nuestra nueva versión del documento. La entregué a Elías para que la estudiase, antes de darla por definitiva, y me retiré a Las Cárceles para hacer oración. Allí me encontré con Egidio, que está siendo cada vez más contemplativo. Al segundo día de llegar lo vi ensimismado, con los ojos hacia el cielo. No me cupo duda que estaba en la presencia divina. Después me contó lo que estaba viviendo en ese largo instante.
   -Vi muchos tronos -me dijo Egidio-, y uno de ellos estaba adornado con piedras preciosas... Pregunté que para quién era ese trono... Entonces supe que había pertenecido a un ángel que después pecó... y ese trono lo ocupará Francisco.
   -¿Quién, yo?
   -Sí, Francisco.
   -Eso es así porque yo soy el más pecador.
   Egidio se rió de mi salida, pero yo lo había dicho en serio.
   -Cuando eras trovador, y la gente te regalaba cosas, tu agradecías, ¿cierto?
   -Sí
   -¿Te das cuenta ahora, que en aquel momento estabas jugando a hacer una oración?
   -Sí, Egidio. Claro que me doy cuenta -reí.
   Entonces, fuimos a buscar nuestros improvisados laúdes y nos pusimos a cantar.

 
   29.- Elías en su primer Capítulo

   Llegaron miles de Menores a esta asamblea al aire libre, en el año 1221. Todos muy cerquita porque no quieren perderse ninguna palabra. He tenido que gritar para que me escuchen los de más al fondo. No pudo asistir el Cardenal Ugolino, y en su reemplazo vino el Cardenal Raniero Capocci.
   Hace pocos días llegó también Francisco, que estaba en Las Cárceles. Se molestó mucho en cuanto hizo su aparición, al ver el convento nuevo, mi orgullo, un edificio precioso que construimos con la ayuda de Ángelo, el hermanastro de Francisco, en muy breve tiempo. Ni siquiera es una casa de lujo, nada de eso. De todos modos, a él no le pareció bien siendo éste el lugar en que todo empezó, en una actitud tan distinta.
   Francisco no alcanzó ni a saludar y ya estaba arriba del techo, sacando tejas y tirándolas lejos.
   -No la derribes -le gritó Ángelo, viendo unas cuantas tejas destruidas en el suelo-, la casa es del Comune.
   Ante esa queja, Francisco bajó de ahí, un poco más tranquilo, y todo se aclaró. Yo me reía, no más.
   -Hay que vivir como peregrino -dijo Francisco sonriente, y entonces sí que empezó a saludarnos.
   -La pobreza es nuestro fundamento -agregó después.
   En ese momento le pedí que se hiciera cargo de abrir el Capítulo que iba a comenzar al día siguiente. Y lo hizo con mucho agrado, y también con sabiduría, apoyándose en un bello salmo que dice "Bendito sea el Señor que me prepara para combatir".
   Terminada esa introducción, Francisco me dejó la palabra y se sentó muy cerca mío. Entre otras cosas, hablé un poco de lo que ha sido mi vida. Del pobrísimo caserío en que nací, a pocos kilómetros de Asís. De la amistad que me unió a Francisco desde niños y muy especialmente en la juventud, en esa etapa en que nos gustaban las fiestas y el ruido a altas horas de la noche. Les hablé del tiempo que permanecí en Bolonia, tierra natal de mi padre, donde pude estudiar en la Universidad, gracias a su sacrificio, y a que trabajé como escribiente en una notaría, y también enseñando a los niños a cantar los salmos.
   Me atreví a decir que le tengo veneración a Francisco. Él me considera un buen organizador, pero eso no lo dije, pues no estaría bien echarme flores yo mismo. Por algo me recomendó a Ugolino para que me nombrara Superior cuando murió Pedro.
   También les hablé de mis actividades en Siria tratando de reconciliar a griegos y latinos, cuyas relaciones se habían deteriorado mucho como consecuencia de las Cruzadas. Por encima de todo, mostré mis ansias de renovar la Iglesia. Acá fue donde tuve el primer tironeo de mi túnica. Miré a Francisco, que me señalaba a mí con un dedo.
   -Por supuesto, yo tengo que renovarme antes que nadie -acoté, entonces-. Si no soy capaz de corregirme yo, menos podré transformar a los demás.
   Ahí entendí por qué Francisco se sentó en el suelo, a mi lado. Él no ha soltado la rienda pastoral, ni la va a soltar tampoco.
   Después, Francisco dio lectura completa a la regla que escribió, muy similar a la Forma de Vida que él mismo había elaborado hace unos años, al comienzo de esta aventura.
   Muchos se aburrían durante esta parte de la asamblea. Al final, se quejaron de que la regla era muy larga. Después de una discusión se acordó que Francisco redactaría una nueva, más corta.
   En este mismo Capítulo nombré a Pacífico como visitador de las Hermanas. Y encargué a Cesáreo de Spira viajar a Alemania con algunos Hermanos más, para organizar la Provincia. Admiro mucho a Cesáreo, que tiene una cultura envidiable y mucha fuerza pastoral. Lo descubrí en Siria, nos hicimos muy amigos y entró a la comunidad. Ha sido un gran aporte. Ayudó a Francisco a poner las citas bíblicas en la Regla.
   -¿Qué andas haciendo por acá? -recuerdo que le pregunté cuando nos conocimos, aquella vez en que él llegó por primera vez hasta la pequeña casa en que vivíamos.
   -He tenido que salir arrancando de todas partes -fue su alegre respuesta.
   -¿Por qué?
   -Porque cuando predico, me da por ensalzar a las mujeres, y les hago ver que no valen menos que los hombres. Además, trato de conducirlas a una vida más espiritual.
   -Entiendo. Son los hombres los que te empiezan a odiar.
   -Ciertamente -respondió en esa oportunidad.
   Y ahora, se fue a Alemania. Este Cesáreo tiene muy buena voluntad y le encanta viajar.
   Semanas después del Capítulo, noté que el ambiente no estaba muy bueno para mí, pues me consideran muy autoritario. Claro, acostumbrados a Francisco y a Pedro..., panes de Dios... ¡Yo quiero que las cosas funcionen!
   Hasta Francisco ha estado un poco distante. Evoco con nostalgia esos años juveniles en que hacíamos tanta lesera, con León y los otros. Cuando ellos siguieron por sendas generosas, quise seguirlos también, aunque no tan convencido. Ir con ellos por el mundo. Es que hay algo esencial a lo que no podría renunciar. La religión cristiana ha de volver a ser lo que tiene que ser. Recuperar al Jesús olvidado. El que expulsó a los mercaderes del templo, "Mi casa es de oración, y la habéis hecho cueva de ladrones". Hay mucho que hacer en esto, transformar la Iglesia. Al principio, Francisco estaba fascinado con la fuerza que yo ponía, pero ahora ya no me mira con tanta esperanza. Parece que he rebasado algún límite. Él, que parecía no tener ni fronteras ni rejas...
   Yo, jamás tendría el vigor que él tiene para encarnar la pobreza. Somos fuerzas distintas. Creo que nos necesitamos, para componer algo. Me duele que nos distanciemos. No podemos pretender que la fuerza complementaria se apague. Él está muy bien como es, y yo como soy. Sé que Francisco me estima mucho, aunque no comparta mi manera de hacer las cosas. Yo lo acepto como es, y lo admiro. No renunciaré a la misión que creo tener. Soy un poco más frontal. Parece que yo cosechara lo que él siembra, pero no es así. Cada vez que puedo, suavizo un poco nuestra relación amistosa, que no podrá perderse jamás. Lo que más me mueve es la alegría.
   En alguna parte he escuchado decir que una vida es como un martillazo para enderezar un clavo. Se necesitarían las vidas de muchas personas para terminar de enderezarlo. Yo quiero aportar un pequeño golpecito para corregir la iglesia, y no quiero fallar.
   He intentado hablar con Francisco, pero no me hace mucho caso. Me ha costado tener con él una conversación que nos ayude a recuperar nuestra amistad. Ayer se produjo la ocasión, y la aproveché. Francisco lavaba los platos y los jarros, y decidí ir a ayudarle. Él estaba muy serio, y no me hablaba.
   -¿Tienes algo que reprocharme? -le pregunté directamente, con toda la humildad que pude.
   Le tuve que repetir la pregunta, porque él seguía callado.
   -Apártate de mí, Satanás -me dijo, entonces, igual que Jesús a San Pedro esa vez que el apóstol no quería que Jesús muriera.
   Me sentí un poco mal al ser tratado con tanta dureza, pero me puse a pensar en Pedro, y en cómo se sintió él con esa frase tan difícil de aceptar, hasta que pude sonreír porque nuestra escena se parecía a la del evangelio. Francisco se contagió con la buena disposición que logré tener, y poco a poco fue brotando la risa en ambos, y hasta pudimos conversar. Así fui entendiendo que son los clérigos los que están molestos conmigo porque no les asigno más cargos que a los laicos.
   -No es que esté mal... -empezó a decir Francisco.
   -Tenemos que renovar la Iglesia -le interrumpí- eso es lo importante.
   -Sí, pero los conflictos con el clero no ayudan. Trató de convencerme de tener paciencia.
   -Si te enfrentas a la jerarquía -agregó- nunca vas a lograr convertir la Iglesia. Tú eres Iglesia..., conviértete tú primero.
   -Francisco, tenemos que luchar.
   -Lo primero que tenemos que vencer es nuestra propia iniquidad.
   -Bueno, pero... recuerda que Jesús expulsó a los mercaderes del templo. Y lo hizo con violencia.
   -Tienes que fortalecer lo positivo. Si no... ¿Qué vas a obtener...? Que te excomulguen. Eso vas a obtener.
   Me dejó pensativo.
   -Reza por mí -le supliqué en ese momento.

 
   30.- Francisco deprimido

   Bajé a la Porciúncula, con la esperanza de tener un veredicto acerca de la Regla. Tuve que preguntar porque nadie hablaba de eso, como si fuera un tema demasiado candente. Obtuve una evasiva tras otra, hasta que abordé a Elías a solas.
   -¿Qué pasa con la Regla?
   -Está perdida.
   -¿Qué...?
   -Alguien la tomó sin permiso, y... no sé..., no apareció más.
   -No la cuidaste. Era un trabajo de muchos días, hecho con amor... y con oración..., consulté a personas entendidas, traté de hacerlo lo mejor posible. ¿Y todo para nada...?
   Elías agachó la cabeza y se disculpó, compungido. Reconoció su descuido. Lo tuve que tranquilizar, pues siempre he confiado en él. De todos modos, me deprimí un poco. Me dolió porque no pude evitar pensar que alguien perdió el documento deliberadamente para que la regla no prospere. Desde las sombras, con hipocresía. Alguien que no merece estar donde está. Ya sé que no es Elías, pero... es alguien, mezclado con el resto de los Hermanos, corrompiendo la comunidad.
   Traté de indagar quién extrajo el documento desde el lugar en que se guardaba. Sin resultado. Me imaginaba un fraile sin rostro, visto de espalda, a lo lejos, en la penumbra, entrando con sigilo donde no debería hacerlo. Y yo, esperando hasta que el hombre salía... caminando de espalda.
   Comprendí que esto ha tenido que ocurrir para algo. Aunque tenga que trabajar el doble, lo haré sin reclamar. Es una oportunidad para escribir una regla mejor que la anterior. Solucionar sus errores, que debe haberlos tenido. Pensé en hacerlo con León, que escribe muy bien, y está inspirado en lo mejor. De todos modos, se me hacía muy difícil partir de nuevo con esto. A ratos me corroía la furia. Me preguntaba si acaso habría estado equivocado cuando elegí el rumbo de mi vida.
   Yo no estaba nada de bien cuando llegó Ángel, al día siguiente. Justo mientras yo oraba "Señor, haz que alguien quiera escucharme".
   -La hermana Clara quiere que vayas a San Damián a hablarles -casi gritó Ángel.
   -¿Por qué? ¿Qué pasa?
   -Pasa que le han ofrecido unas propiedades, y ella quiere rechazarlas.
   -Me parece bien que las rechace.
   -Es que hay varias Hermanas que quieren aceptar.
   -Bueno, habrá que convencerlas de su error.
   -Eso es, justamente, lo que la hermana Clara pide que hagas por ella.
   Consideré que era tan urgente, que en cuanto pude me dirigí hacia San Damián. Llegué agitado, directo al Oratorio. Una a una fueron llegando las Hermanas. Yo esperaba, en un estado de ánimo no muy amistoso, pero traté de tranquilizarme. Cuando ya estaban todas reunidas, empecé con una oración. Ellas la siguieron con gran entusiasmo, dando gracias a Dios por ese momento. Las veía un poco borrosas porque me está fallando la vista desde hace algunos días, pero escuchaba muy bien sus voces, y me preguntaba cómo podía ser que estas personas tan divinas estuvieran pensando en adquirir propiedades.
   Las Hermanas miraban la vasija que yo andaba trayendo. Seguramente lo hacían con mucha curiosidad.
   Llegado el momento, destapé el cántaro, que no contenía más que ceniza. Vacié un poquito delante de mí y otro poco hacia los lados, y también hacia atrás. Esparcí la ceniza en círculo, para simbolizar la soledad que sentía. Y para ser más gráfico aún, vacié en mi cabeza el residuo que sobró, y desde ahí fue cayendo sobre mi ropa.
   -Somos como esta ceniza -pronuncié lentamente, y después guardé silencio, pues quería que sintieran eso de ser ceniza, mientras yo trataba de mirar al crucifijo con los ojos semicerrados, buscando inspiración.
   -Señor, ten compasión de nosotros -empecé a recitar un salmo.
   Al final, cantamos, y después me despedí de cada una. Muchas lloraban. Clara estaba un poco rara, pero siempre sonriente. Me dio las gracias y no trató de retenerme.
   Al día siguiente correspondía dar el veredicto, y todas estuvieron de acuerdo en rechazar la propiedad.
   De todas formas, en los días que siguieron me deprimí bastante. Donde me pusiera me sentía fuera de lugar, y sin esperanza de revertir el fracaso que ya estaba palpando en esta aventura loca en que un día me metí, y ahora no hallaba cómo huir de tal situación que me estaba doliendo demasiado. Era como si una espada revolviera mis entrañas.
   De repente reaccionaba con mal humor frente a mis compañeros y después me arrepentía y retornaba a pedirles perdón. Cuando estaba solo, le gritaba a Dios. Yo mismo no me soportaba.
   -Estás metido en un pozo de amargura -me dijo León, con tranquilidad.
   -Soy un pecador.
   -Todos lo somos, pero tenemos que salir adelante.
   -Gracias por tu preocupación -intenté dejar la conversación hasta ahí.
   -Hasta Clara se dio cuenta, el otro día, y también está muy preocupada.
   -Ya se me va a pasar.
   -Tienes que ir a ver a Clara -esta vez, León me habló golpeado, como no lo había hecho nunca.
   -No quiero llevarle mi tristeza... ni contagiarla con la oscuridad de mi alma.
   -¿No crees que ella tiene luz?
   -Tú... ¿irías conmigo? -le pedí, después de un largo silencio.
   -Por supuesto.
   -Que si no, no soy capaz.
   Partimos con rumbo a San Damián, y me pareció que llegamos demasiado rápido. Clara nos recibió. Para mí, ella es una fuente divina.
   -Dejadnos solos -ordenó Clara, y nos sentamos en el escaño del patio. Así, los demás podrían vernos, pero no escucharnos.
   -Los Hermanos se avergüenzan de mí -comencé diciendo.
   -¿Te lo han dicho?
   -No necesitan decirlo.
   -¿Qué te hacen?
   -Me piden reglas y después no las aceptan...
   -La única Regla está en el Evangelio.
   -Eso es lo que trato de hacerles entender.
   Clara me hacía muchas preguntas que me obligaban a mirarme desde un punto de vista nuevo para mí.
   -Estoy ciego -dije de pronto, exagerando sólo un poco mi problema de la vista.
   -¿Tienes más dificultades que antes para ver a Dios?
   -No, Clarita, si buscas por ahí, puedo decirte que Dios me ha llamado para sacar a la Iglesia del pantano en que se encuentra, y noto que me estoy empezando a hundir junto a ella.
   -¿Cómo podrías sacarla de ahí, en vez de hundirte?
   -No sé si puedo... No sé si quiero...
   -Deja que la cizaña crezca junto al trigo..., ya vendrá el momento de quitarla.
   -¡Cizaña...! ¡Cizaña...! Es que no quiero formar parte de una guerra contra supuestos enemigos.
   -Jesús nos dice "Convertiré tu tristeza en alegría, que nadie te podrá quitar" -me recordó Clara, con un temblor en su voz.
   -De repente pienso en desistir.
   -¡Encendiste mi llama...! -casi bramó Clara-, y ahora... ¿piensas apagármela? Tienes que seguir regando tu plantita... No echarás todo por la borda.
   Me puse mentalmente en su lugar. Recordé esa vez que me dijo "Te seguiré hasta el fin del mundo". Por seguirme a mí, decidió una forma de vida y arrastra a otras personas a esa misma vida, que la gente no comprende. No puedo desistir de la obra de Dios. La sal no puede perder su sabor.
   A esas alturas, me puse a llorar como un niño chico, y no podía parar. Entonces, me di cuenta que Clara también estaba llorando.
   Comprendí todo. Y adquirí esa nueva fuerza que había querido abandonarme. Por fin pudo entrar la luz en mi alma. Después de los llantos, Clara me invitó a compartir un pan y un vaso de vino, junto a León y a Bienvenida.

 
   31.- León en Greccio y Alverna

   Todos estos últimos años se precipitaron sin darme cuenta. Ya es el 1224, y me parece que hubiera sido ayer cuando Francisco predicaba en la plaza de Bolonia. Sin embargo, ya han transcurrido dos años de eso. Se juntó mucha gente a escucharlo, y fue tal la llegada de sus palabras, que hasta los enemistados optaron por reconciliarse, y varios estudiantes de la Universidad decidieron entrar inmediatamente a la comunidad. Es que Francisco cuando predica no se limita a eso. Él canta alabanzas y atrae a las personas. Tiene una percepción especial.
   Una vez me dijo:
   -Si encuentras en la calle un papel escrito, recógelo, pues te trae un mensaje. Ponlo en tu oración.
   Y en otra oportunidad:
   -Si quieres ser un verdadero Hermano Menor tienes que recibir las injurias y los elogios con la misma serena alegría.
   Creo que Dios nos puso a nuestro gran amigo Elías, como un necesario contrapeso.
   Conversé bastante con Francisco cuando estuvimos en Fonte Colombo escribiendo la Regla. Las dos veces, porque después que se perdió el documento que habíamos elaborado con tanta dedicación, Francisco se resignó a hacerlo de nuevo y volvimos al mismo lugar para ello. Tratamos de acordarnos cómo estaba, para lograr una versión lo más parecida posible. No creo que haya quedado idéntico pero, sustancialmente, lo mismo.
   Cuando volvimos a la Porciúncula con la nueva redacción, supimos que Electo había sido apresado y asesinado en tierras musulmanas. Fue duro enterarse de algo tan trágico, después que creímos que Electo era un hombre débil, resultó tener una fortaleza a toda prueba.
   Francisco se enfermó, tenía tanta fiebre que no pudo asistir al Capítulo del año pasado, en que terminó por aprobarse la famosa Regla. Yo le llevé la buena noticia, y se puso contento, pues era algo muy anhelado.
   Le conté también que Cesáreo estuvo presente, junto a algunos alemanes, que lo aprecian mucho.
   -Pidió ser relevado como Provincial -mencioné.
   -Es un contemplativo.
   En cuanto Francisco se mejoró, partió a presentarle el texto al Cardenal Ugolino, y con él fueron a Roma para solicitar una formal aprobación del Papa Honorio. Ésta llegó varios meses después, para lo cual Francisco tuvo que volver a Roma, y esta vez lo acompañé.
   -Nos cambiaron un poco la Regla -me comentó Francisco después, en la noche, en casa del Cardenal de la Santa Cruz, donde estábamos alojando.
   -Sí -respondí-. Le quitaron la frase que insta a los Hermanos a ir por el mundo sin llevar nada para el camino.
   -Y varias más... ¿Y notaste que ahora somos "Orden"?
   -Supongo que eso no es más que un nombre.
   -Es un poco más... Ahora quedamos sometidos a las disposiciones que surjan para las Órdenes.
   -¿El Cardenal Ugolino hizo los cambios?
   -Pienso que sí, pero... debe haber estado presionado.
   -Es lamentable, porque nosotros siempre habíamos querido ser una comunidad distinta..., nueva.
   -Yo también me desilusioné un poco, León, pero ¿sabes? no importa. En lo esencial nos aceptaron casi todo... Dejemos las cosas así. Seguimos siendo una instancia renovadora.
   -Y hemos de estar en armonía con el Papa, si queremos tener eficacia. Eso lo aprendí de tí.
   -Sí, también con el Papa, pero muy en especial con el evangelio... ¿Sabes, León? Mañana temprano saldremos de aquí.
   -¿Por qué? Si nos están invitando por un par de días más.
   -No nos dejemos llevar por los honores, ni las comodidades excesivas, mientras nuestros Hermanos van por el mundo sin llevar nada.
   Le encontré la razón. Tenemos que ser consecuentes.
   Nos dirigimos hacia Fonte Colombo porque comprendimos que en ese lugar teníamos que elevar nuestra oración en un momento como éste.
   Días después nos encaminamos hacia Greccio, una aldea muy tranquila, pero... siendo pleno invierno, y nosotros a pie..., nos recibió con una lluvia intensa, y hasta nieve a ratos. Mucho antes de llegar, ya estábamos completamente mojados. No se veía casa alguna donde pedir refugio, hasta que apareció una. Primero, vimos una lucecita, y fuimos hasta allá. Golpeamos la puerta. Un tipo de muy mal aspecto nos abrió, y dijo:
   -Soy yo el pobre, no vosotros.
   Y volvió a cerrar la puerta. Tuvimos que seguir camino, embarrados hasta la rodilla.
   Paró de llover y vimos a lo lejos una persona que se incorporaba a la marcha, después de haber estado protegido bajo un cobertizo. Nos adelantamos todo lo que pudimos, hasta alcanzarlo y seguir junto a él. Yo pensaba que... en alguna parte ha de vivir este hombre. Hicimos amistad. Su nombre es Juan, y quería llegar pronto a su casa.
   -Rebeca debe estar preocupada porque no llego -murmuró, refiriéndose a su mujer.
   Un poco antes de la entrada del pueblito estaba su casa. No tardamos en llegar a su modesta vivienda, y Juan nos hizo pasar. Nos prestó ropa, y pusimos a secar nuestros hábitos. Rebeca nos dio de comer, una sopa bien caliente para resucitarnos. Estábamos compartiendo con una familia muy buena, y conversamos hasta bien entrada la noche, hora en que nos retiramos a la habitación que nos proporcionaron. Yo estaba muy agradecido, y así lo manifesté. Afuera, la lluvia continuaba.
   A la mañana siguiente, nuestras ropas ya se habían secado. Compartimos un buen desayuno, contemplando un bello y frío sol que ya empezaba a remontarse. Aprovechamos de conversar con Juan y Rebeca acerca de nuestra aventura de la noche anterior. Repasar un comentario que había hecho Francisco, respecto al hombre que no nos acogió en plena lluvia, me hizo decir:
   -De verdad, tendríamos que enseñarle a ese tipo, que Jesús vino pobre.
   A Francisco se le iluminaron sus ojos.
   -Sí. Lo haremos -exclamó con alegría y con su vista fija hacia ninguna parte-. Estamos a pocos días de la Navidad.
   -Quiero que la gente pueda contemplar con sus propios ojos -agregó, después de una pausa- al niño en el pesebre, y cómo fue puesto sobre el heno... y José y María también han de estar ahí. Sí, ahí mismo. ¿Por qué no?
   -Y los pastores -respondí al entusiasmo de Francisco.
   -Y los animales -aportó Rebeca, con una sonrisa.
   -Todo esto, en vivo -explicó Francisco, haciéndonos llenar de asombro.
   -¿Animales vivos... por estos lados? -pensó Juan en voz alta-. Bueyes y asnos, es lo que hay.
   -Perfecto -dije, porque me acordé de una antigua tradición que dice que ésos eran los animales que había en el pesebre, en aquella gozosa oportunidad.
   Francisco asignó a Rebeca y Juan los roles de María y José, y les pidió que consiguieran un buey y un asno.
   -Sólo uno de cada uno, por favor -aclaró.
   Pastores auténticos serían muy fácil de encontrar. Y con eso, ya estaba casi lista la presentación.
   -Falta Jesús.
   -Conozco un bebé precioso, aunque ya tiene como tres meses... -ofreció Rebeca- ¿no importará?
   -No importa.
   Y así fue como Francisco armó un pesebre viviente junto a la iglesia de Greccio, el día 24 al anochecer. Las velas daban un ambiente especial. Yo celebré la misa, a la cual acudió casi todo el pueblo, contento y admirado. La prédica se la dejé a Francisco, quien habló simplemente del rey pobre, el niño de Belén.
   Nuestro improvisado Jesús, de repente se largó a llorar, y fue acunado por María, o sea Rebeca. Una escena memorable.

         * * *

   Nos quedamos un par de meses en Greccio. Y después unos pocos más en la Porciúncula, hasta Agosto. Francisco oraba y oraba, incluso en el Capítulo de este año su participación fue de instarnos a todos a la oración.
   Faltando poco para la fiesta de la Dormición de la Santísima Virgen, Francisco quiso tener un retiro de cuarenta días, sólo con unos pocos Hermanos, con los que él tiene más afinidad. Así, pues, fuimos hacia Alverna, un lugar muy tranquilo, acompañados por Egidio, Rufino, Maseo y Ángel. Establecimos turnos para que sólo uno estuviera atento a las visitas, y los demás pudieran dedicarse por completo a la oración. Además, el que quedaba de relacionador, tenía que conseguir el pan y el agua, nuestro único alimento durante todo ese período.
   -A las hermanas Aves les gusta nuestra presencia -dijo Francisco el primer día.
   -Entonces, acá nos quedaremos -agregó Egidio, a lo cual reímos como niños.
   -Esto es como empezar de nuevo -opinó Maseo, y todos estuvimos de acuerdo.
   Cada choza quedó ubicada en alguna ladera de poca pendiente, pero los senderos entre ellas eran empinados. Tuvimos que poner troncos en algunas partes para cruzar los pequeños abismos.
   En las noches hacíamos oración comunitaria para cerrar el día, pero a lo largo de éste, cada uno tenía su propio encuentro personal con Dios. Me llamaba la atención ver a Francisco, inmóvil por varias horas, arrodillado, con sus manos extendidas, tapados los ojos con la capucha, si había mucha luz.
   Un día, me pareció que Francisco estaba puesto sobre algún soporte, invisible para mí desde donde yo estaba, pero cuando se levantó de ahí, al anochecer, no había nada, sólo el suelo. No le hablé nada al respecto, pensando que talvez me estaba fallando la vista a mí también. Sin embargo, al día siguiente vi lo mismo otra vez, y a cada tarde parecía estar un poco más elevado. Sentí como una necesidad de ir a besar sus pies, pero no lo hice. Le pregunté a Dios cómo tendría yo que reaccionar, y Él me respondió con mucha claridad que lo dejara tranquilo. Así que preferí no ir hacia él en esos momentos de elevación.
   Cierta vez en que me tocó estar en el Servicio, esperé hasta que Francisco bajara al suelo, así como está siempre uno..., para llevarle su pan y su vaso de agua. Cuando estuve cerca pude escuchar su plegaria, repetida una y otra vez:
   -¿Quién eres tú, Dios..., y quién soy yo?
   Le pedí que me explicara el sentido de su oración, y me arrepentí porque no era eso lo que Dios quería de mí. Francisco lo tomó muy bien, y alegremente me invitó a que nos sentáramos en un tronco.
   -Mira, León..., se encendieron dos luces delante de mí. En una de ellas, la más divina, reconocí al Creador. En la otra, la más terrenal, me vi yo mismo.
   Se me aclaró un poco el asunto, y no quise seguir insistiendo, más allá de escuchar lo que él quisiera decirme.
   Casi al final de este tiempo de retiro en Alverna noté que Francisco escondía las manos, y caminaba con dificultad. Eso era muy raro. Hasta sangre vi caer a su paso. Lo conversé con Rufino, pues él era el encargado de lavar la ropa.
   -La camiseta de Francisco me llega manchada de sangre -me confidenció Rufino.
   Entonces, lo hablé directamente con Francisco. Si él tenía heridas en las manos, en los pies y en el costado, eso se estaba pareciendo mucho a las llagas de Jesús. Por toda respuesta puso sobre mi pecho una de sus manos heridas, muy cerca de mi corazón, que se aceleró un poco. Se agitó también mi toma de aire, y entré en un estado de emoción tan intensa, como si Jesús estuviera ahí conmigo, que no pude evitar los sollozos. Sentí como si Francisco estuviera ya por retornar al Padre.
   En cuanto me tranquilicé un poco, le imploré:
   -Quiero que escribas unas pocas palabras para mí.
   Es que yo necesitaba con urgencia algo así. Sería una despedida, pero más que eso, escrita con esas manos crísticas... iba a ser una presencia divina que me acompañara siempre.
   Le traje papel y tinta, y Francisco escribió "Que el Señor te bendiga, León; te muestre su rostro y te dé la paz". Me lo entregó diciendo:
   -Tenlo hasta tu muerte.
   -Por cierto lo tendré, y lo cuidaré.
   Al día siguiente celebré misa, antes de dejar el monte Alverna, Francisco y yo. Nos despedimos de los otros Hermanos y empezamos a bajar lentamente, con un burro que nos prestó el Conde Orlando. Pasamos a despedirnos de él, nuestro benefactor. Por el camino, Francisco iba bendiciendo al hermano Monte.
   Tardamos varios días en llegar a la Porciúncula, donde nos establecimos, una vez más. No fue fácil retener a Francisco, que siempre quiere salir a predicar, y le cuesta asumir que ahora tiene limitaciones físicas.
   El asunto se puso feo en el invierno, porque este lugar es frío y húmedo. Han venido a visitar a Francisco algunos Hermanos de otras comarcas, y hasta vino el obispo Guido, quien estuvo muy poco rato pues no soportó ver así a Francisco. Al irse, noté que el obispo iba llorando.

 
   32.- Francisco enfermo

   El retiro que tuve en Alverna es un hito en mi vida. Lo empecé recordando el sueño que tuvo Elías, cuando estuvimos en Foligno, hace pocas semanas. Me lo contó varios días después de tenerlo, y porque yo capté que él tenía algo para decirme y no se animaba a hacerlo. Así se lo dije, y no le quedó más que reconocerlo, aunque muy de a poco.
   -Tuve un sueño -comenzó diciendo, esa vez- y en él vi a un anciano venerable, vestido de blanco.
   -Tu sueño es importante.
   -Claro que lo es.
   -¿Qué hacía ese albo anciano?
   -Era como un maestro de sabiduría, ¿entiendes?
   -Perfectamente.
   -Bueno, ocurre que él me habló, y eso me produjo gran emoción.
   -¿Qué te dijo?
   -Algo extraño... Que a ti, Francisco te quedan dos años..., ¿dos años de qué...? No aclaró nada más...
   -De vida.
   -¿Y lo dices así, tan suelto?
   -¿Se te ocurre otra interpretación?
   -Sigo buscando otra.
   -Gracias por decírmelo, Elías -lo tranquilicé-, yo ya lo sabía.
   Mi salud no estaba nada de bien, aunque yo tratara de no hacer caso a esa realidad. Durante mi retiro en Alverna quise meditar en torno a mi muerte que se aproxima. Y se me confirmó al abrir el Evangelio tres veces, como el mismo Señor me lo ha sugerido, para saber qué me dice Él hoy a mí. En las tres veces me salió alguna escena de la pasión de Cristo, según tres evangelistas. Así, tuve oraciones tristes, contemplando la dolorosa cruz.
   Un halcón venía a recordarme mis horas de ponerme a orar, con una puntualidad increíble. Entonces, yo tomaba una tabla que se desprendió del suelo, y la usaba de violín, y otra de igual procedencia, aunque mucho más delgada, me servía de arco. No producían música audible pero era como si lo hicieran, y eso me servía para iniciar mis tiempos de oración.
   De tanto mirar las heridas de Cristo, el dolor físico empezó a habitarme cada vez más, a tal punto de llegar a sentirme muy unido con Jesús.
   Un día, cuando el sol comenzaba a anunciarse con timidez frente a mí, visualicé algo que parecía bajar del cielo. Muy pronto lo sentí cerca, y pude notar que se trataba de una figura humana extrañísima, con dos alas, como un ángel. Se paró cerca mío con sus brazos extendidos en cruz. Adiviné en él la imagen de Jesús crucificado que me miraba con bondad y ternura. En sus manos y pies tenía clavos, y también manaba sangre por una herida en su corazón.
   La figura del visitante empezó siendo muy nítida, para después diluirse en forma gradual hasta desaparecer completamente, de un modo suave. Mi emoción era intensa. Alegre y acongojado al mismo tiempo, me preguntaba por qué había tenido esta visión misteriosa, como un signo visible de mi plegaria. Cavilando estaba, cuando el dolor en mis manos me obligó a mirarlas. En ambas palmas me aparecieron unas manchas negras que fueron tomando volumen como hinchazones. Eran verdaderas cabezas de clavos que se formaron con mi propia carne. Estaba sangrando por las manos, por los pies y por el costado. Traté de pararme y me fui al suelo, adolorido. Me levanté como pude y, caminando apenas, volví a mi celda para recostarme un poco. El sangramiento se detuvo pero más tarde y los días siguientes volvió a brotar varias veces, produciéndome dolor.
   Al principio quise ocultar esto a mis Hermanos, pero me fue imposible. ¡Cómo esconder las llagas de Cristo!
   Muy pronto llegó el día cuarenta de este retiro, y León me bajó hasta la Porciúncula, donde tuve que quedarme tranquilo.
   A fines de ese año, el Cardenal Ugolino me envió una carta diciendo que había descubierto un médico en Siena, que podía curar mis ojos. Me decía que él mismo y otros cardenales lo habían consultado, con mucho éxito, aunque sus problemas de la vista eran menores.
   Ugolino trataba de animarme a ir a Siena a hacerme ver por ese galeno. "Tu salud es importante, no sólo para ti, sino también para los demás" decía la carta. Me dejó medio convencido, y Elías logró finalmente que yo decidiera hacer ese viaje, tan difícil para mí.
   Pensando que mi muerte estaba próxima, quise pasar a San Damián a despedirme de Clara, la persona que ha sido más importante para mí, siempre con la palabra adecuada para mantenerme con fuerza.
   -Elías... -hablé de pronto, durante el camino.
   -¿Sí, Francisco?
   -Por favor, prométeme que nunca dejarás de proporcionar ayuda a las Hermanas Menores.
   -Prometido.
   Llegando a San Damián, se levantó un viento helado, típico del mes de Enero. Recién había comenzado el año 1225.
   -No irás todavía a Siena, Francisco -ordenó Clara- que no estás nada de bien, hace mucho frío, y los caminos están tapados de nieve.
   Me habría opuesto, pero no fui capaz.
   -Quédate acá unos días -completó Clara.
   Los Hermanos que me acompañaban construyeron una choza para mí, cerca del jardín, con barro y paja, y también con ramas que fueron a recoger en un bosque cercano.
   Ahí me acomodé, en un improvisado lecho. Luz, no necesitaba. Clara me fabricó unas sandalias acolchadas y un gorro de lana con el que podía taparme hasta los ojos cuando había mucha claridad. Ella me cuidaba amorosamente. Todos los días limpiaba mis llagas, para lo cual venía acompañada de otra Hermana. También me preparaba agua de hierbas. Y con el pretexto de parchar los agujeros de mi hábito, Clara ponía en él grandes trozos de género para que me abrigaran.
   Los Hermanos se turnaban para venir de a dos cada día, a lavarme y a conversar conmigo. Cada vez querían saber si necesitaba algo.
   Esto de estar quedándome ciego me ha abierto nuevos sentidos para ver a Dios, y todo aquello que antes me era invisible. Escucho hasta el vuelo de las golondrinas, ésas que admiré cuando reparaba la construcción de San Damián.
   En mi oración, yo me ponía dentro del personaje Bartimeo, del evangelio de Marcos, y pedía la ayuda del Señor. Siempre he sabido que Él me tiene preparado un tesoro mayor que todas las riquezas de la tierra.
   Después conversé eso con Clara, y ella me dijo:
   -Tesoro es algo que puedes sentir como muy propio, a la vez que es de Dios.
   -Tesoro es..., tesoro eres tú -le dije simplemente cuando ya se estaba retirando, y ella sonrió, negando tal elogio.
   Cuando sentía deseos de escuchar un instrumento musical, sus acordes llegaban a mí, traídos por los ángeles, como si hubiese sido yo el que se transportaba a otro mundo. Lo mismo me ocurría con los salmos.
   Como yo comentara esto con los Hermanos, Pacífico me trajo su cítara. Se lo agradecí, y tuvimos una larga conversación, recordando su llegada a la comunidad, hace ya cerca de diez años. Ambos venimos del mundo de los trovadores.
   -Quedé muy impresionado cuando te conocí esa vez en la plaza -le confesé.
   -Sí -rió Pacífico-, recuerdo que me dijiste que tenía una voz maravillosa...y que podría usarla para mejor causa.
   -No me hiciste mucho caso..., continuaste tu vida de canciones festivas.
   -Y hasta obscenas.
   -Sí -reí.
   -Pero, no creas que no te hice caso. Tus palabras se quedaron trabajando aquí dentro -dijo, indicando su frente con un dedo.
   -Hasta que un tiempo después volvimos a encontrarnos en Colpersito, donde las Hermanas Menores, cerca de San Severino.
   -Yo había ido por acompañar a un amigo que iba a visitar a su prima.
   -Así son los caminos de Dios. Estabas en el patio cuando te vi y te reconocí de inmediato.
   -Yo también. Tenías un gran resplandor, ¿sabes...?, en ese momento supe con certeza que estaba comenzando un nuevo camino en mi vida.
   -La vida puede ser muy hermosa.
   Me sirvió mucho la cítara de Pacífico. Con ella me puse a alabar a Dios y sus criaturas. Al hermano Sol, bello y radiante, por el cual Dios nos alumbra; a la hermana Luna y las hermanas Estrellas que le dan belleza a la noche; al hermano Aire sereno y al hermano Viento; a la hermana Agua, humilde y pura; al robusto hermano Fuego; a la hermana Tierra, que produce flores y frutos; a los bienaventurados hermanos y hermanas que perdonan y tienen paciencia; a la hermana Muerte, de la que no podemos escapar.
   Alabando así, descubrí unos versos que el Señor puso en mí, y se los dicté a León, durante una tarde lluviosa. Y descubrí también la música que llegó a mi oído desde un remoto lugar divino. Se la enseñé a Pacífico para que la escribiera con neumas y unos extraños símbolos musicales que él conoce. Le encomendé que cantaran este Cántico del hermano Sol, todos los días.
   -Somos juglares para mover corazones hacia la alegría del espíritu -les dije esa vez.
   También enseñé a Clara el mismo cántico, y le pedí que lo cantaran todos los días. A su vez, ella lo enseñó a las Hermanas. Desde mi humilde choza escuchaba yo las dulces voces que me llegaban desde lejos y disfrutaba la paz que transmiten. Hasta que mejoró el tiempo, llegó la primavera, y tuve que dejar San Damián para ir al médico.
   -¿Vamos a Siena? -pregunté.
   -No, Francisco. Vamos a Rieti -respondió Elías- pues el Cardenal Ugolino encontró allá un médico que domina los últimos métodos descubiertos.
   Fui a parar otra vez a Fonte Colombo, y allí empezó a visitarme con frecuencia el afamado galeno. Yo no tenía cómo pagar sus servicios, y cuando se lo dije me respondió que la atención sería gratuita. Eso sí, me preguntó si podía trasladarme a alguna casa mejor provista, y que estuviera un poco más temperada.
   -Donde los Mareri -respondí, acordándome de la grata hospitalidad que me había brindado ya un par de veces don Felipe Mareri.
   Ese mismo día me trasladaron al pequeño castillo Mareri, que queda cerca, y no es tan suntuoso, menos mal, y donde me reciben como a un hijo amado.
   Me encontré con la lamentable noticia de que don Felipe había muerto, poco tiempo atrás. Su familia me acogió con generosidad.
   Don Felipe tuvo dos hijos y dos hijas. Tomás, uno de ellos, tenía un alto cargo en las oficinas del Emperador Federico II. En cambio, su hermana Felipa, un poquito mayor que Clara, resolvió tal como ella ser Hermana Menor.
   Hace varios años, la primera vez que estuve con los Mareri, Felipa que es muy culta y hasta sabe hablar el latín, conversó mucho conmigo, y acudía a la plaza del pueblo a escucharme predicar. Así fue como se entusiasmó, y tomó su decisión. Estaba muy segura de lo que hacía. A tal punto que su familia no pudo hacerla desistir. Su padre trató de casarla con un rico personaje de la nobleza, pero nada la hizo cambiar. Ella misma se cortó el pelo, se puso ropas de pobreza y huyó con unas amigas que también quisieron seguir sus pasos. Esa vez, se establecieron en una gruta del monte.
   Tomás, que en varias ocasiones había luchado por traerla de vuelta a su vida anterior, vio su gran oportunidad con mi nueva llegada. Le envió un mensaje diciéndole que yo estaba muy enfermo en su casa, y por favor se viniera.
   Con prontitud, Felipa regresó a su hogar, trayendo consigo a las otras cuatro Hermanas Menores que vivían con ella y no dejarían de hacerlo, por nada del mundo.
   Estuve muy bien atendido durante mi permanencia en casa de Felipa. Por su parte, Tomás tuvo que rendirse a la evidencia. No era posible disuadir a Felipa. Entonces, Tomás optó por lo más sano. Le cedió la vivienda a las Hermanas Menores, aunque sin dejar de ser propietario, y se trasladó a otra mansión más acorde con su rango.
   Cuando el cirujano estimó que era el momento oportuno, después de varios exámenes, decidió intervenirme. Trajo un instrumento de hierro para cauterizar no sé qué asunto en la vecindad de mi ojo. Se trataba de un nuevo método que estaba investigando. No me opuse porque, esto de que prueben con uno..., es una manera de servir al prójimo. Eso sí, le pedí que esperáramos a Elías, que estaba por llegar. No me animaba a vivir esto sin su compañía.
   -Está bien -aceptó el cirujano, y empezó a preguntarme cosas, talvez por conversar, o para conocer mejor la dificultad de mi vista.
   -No debes llorar -me advirtió- eso le hace mal a tu vista, debido al problema que tienes.
   -Haberlo sabido antes..., si ya estoy casi ciego.
   -Yo espero que tu vista mejore.
   -Ya he podido ver la luz eterna.
   -No podemos esperar más.
   Menos mal que a los pocos segundos apareció Elías, lo cual me alegró, dentro de todo.
   El cirujano encendió un pequeño fuego y calentó el hierro hasta que se puso al rojo. Me encomendé a Dios, y le hablé al instrumento aquel:
   -Querido hermano Fuego, bello y poderoso, sé benigno. Pido al señor que temple tu ardor para que trabajes en mí con suavidad.
   El hierro caliente se puso en la parte alta de mi mejilla y se extendió hasta donde empieza la ceja, según me pareció. Me prometí no chillar, y lo cumplí.
   -Te portaste muy bien... Es asombroso... -exclamó el médico, admirado, cuando terminó la operación. No pude contestar nada, porque estaba como en otro ámbito. Su voz me llegaba lejana.
   Pasaron los días, y el tratamiento no tuvo ningún efecto sobre mi vista. Seguí igual. Elías decidió que lo mejor era llevarme a Siena, y hacia allá partimos.
   -Cuando muera -pedí a Elías, mientras íbamos en camino, sintiéndome muy mal y adolorido- quiero que me entierren en la Colina del Infierno.
   -¿Y por qué? Si ahí se entierra a los desalmados.
   -Precisamente..., para que dejen de hacer esas odiosas discriminaciones.
   Estábamos en plena primavera, con un tiempo muy bonito. De pronto, aparecieron tres mujeres pobres a la orilla del sendero. No las pude ver muy bien, sólo tres siluetas idénticas.
   -Bienvenida sea la pobreza -me saludaron, hablando las tres al mismo tiempo y pude observar sus sonrisas iguales. Creí que era una sola mujer, y que yo la veía triple debido al defecto de mis ojos.
   Me alegró mucho ese encuentro, como un saludo de la Santísima Trinidad.
   -Dale un pan a esta pobre mujer -supliqué a Elías.
   -Les di un pan a cada una -me dijo Elías después que reanudamos la marcha.
   -O sea..., eran tres realmente...
   -Sí. Y las tres igualitas.
   No las vimos más porque se perdieron en la espesura de la vegetación.
   Llegar al eremitorio de los Hermanos Menores, en las afueras de Siena, fue un grato descanso. A los pocos días vino a hablarme un Hermano teólogo.
   -Me emociona que estés aquí -empezó diciendo, y después de la presentación de rigor me pidió que le explicara algunos misterios incomprensibles acerca de Dios.
   -Tú has estudiado eso..., yo no -repliqué.
   -Por eso te lo digo. Mientras más estudio, más me doy cuenta que con el intelecto no puedo entender a Dios.
   -Tienes razón. Estudiando no lo vas a entender.
   -Claro. No puedo envasarlo.
   -Las palabras no alcanzan para explicar a Dios.
   -Por eso, querido Francisco, te pido que me ayudes, porque en tu oración has andado por esos lugares a los que yo no he llegado.
   -Ya llegarás... Claro, no con la cabeza, ni con el corazón, ni siquiera con las vísceras. Tienes que abrirte a lo más profundo.
   En eso llegó a verme el médico.
   -Convídale algo de comer -le pedí al Hermano teólogo.
   -Me da vergüenza, pues no tenemos mucho más que pan duro.
   -Comparte con él lo que tengas.
   El médico manifestó estar llano a participar de la pobreza.
   El Hermano teólogo, muy urgido, movilizó a los demás para que sirvieran algo. Cuando tuvieron la mesa puesta, sentí que alguien llamaba al portón. Después que fueron a abrir, capté que había llegado una mujer, trayendo un canasto lleno de víveres. El Hermano teólogo me miró con una sonrisa que lo decía todo.
   Los tratamientos que recibí en Siena tampoco tuvieron mucho efecto. Ni los emplastos, ni los colirios, ni nada. En cambio, se agravó mi problema intestinal. A tal punto, que una noche estuve vomitando por largo rato, hasta sangre, lo cual alarmó a todos. Creí que me iba a morir ahí mismo. Sin embargo, sobreviví.
   -Te dictaré algo -le anuncié a León, que vino a verme en la tarde siguiente, cuando ya me sentía un poco mejor.
   -Un mensaje para todos los Hermanos Menores -seguí diciendo- incluso los que entrarán en años venideros... hasta el fin del mundo.
   -Listo -me dijo León, en cuanto tuvo papel y lápiz.
   -Que se amen los unos a los otros, y amen la pobreza, y sean fieles a los clérigos.
   En los días siguientes mejoré bastante, y quise levantarme. Intenté acompañar a Elías a ver a su familia, y así lo hicimos.
   Me llevó al eremitorio de Cortona, que llamamos Las Celdas. Ahí estuvimos compartiendo un poco con el hermano Guido Vignotelli, el antiguo propietario del lugar. Recordamos su inicio, hace años, estando yo de paso en su pueblo me invitó a almorzar. Aquella misma tarde se incorporó a lo Menores. Un tiempo después, se ordenó como presbítero.
   Aunque todo anduvo bien en casa de la familia de Elías, me agravé otra vez. Cualquier cosa que comiera me caía mal. Le pedí a Elías que me llevara a Asís, y él me puso en la casa del obispo Guido.
   A poco de llegar, entablé amistosa conversación con el obispo, quien me subía el ánimo, pero también lo sentí rabiar un poco.
   -Opórtulo, el alcalde, va por muy mal camino -me confidenció.
   -¿Mi gran amigo Opórtulo?
   -Muy amigo tuyo será, pero no ha mostrado mucha amistad para con el Papa.
   -¿En qué aspecto, Guido?
   -Se ha aliado con los nobles de Perugia.
   -Supongo que el Papa no tiene nada en contra de los nobles de Perugia... Si ese conflicto ya tendría que estar superado hace años.
   -Pues, no es así... Tuve que excomulgar a Opórtulo.
   -Pero..., ¿cómo...? ¿No fue posible entenderse por las buenas?
   -Eso resultó imposible. Este tipo anda propalando que nadie debería venderme nada...., ni tener ninguna clase de relación conmigo.
   -¿Le hacen caso?
   -Casi nadie.
   -¿Entonces?
   -Mira, Francisco, si lo único que quiero es reconciliarme con él, pero veo todos los caminos cerrados.
   -Confía en Dios. Él puede abrirte algún camino nuevo.
   -Ojalá sea así, pues mañana tengo una reunión con él, acá en el obispado.
   -Estaremos en oración.
   Aproveché la presencia de Ángel y León, y les pedí que al día siguiente estuvieran tempranito acá, y que trajeran un laúd porque lo necesitarían para una misión importante. Así lo hicieron, con gran puntualidad llegaron al obispado muy temprano. Entonces les conté mi plan. Ellos quedaron encargados de cantar en el patio, durante todo el tiempo que durara la reunión del obispo con el alcalde. Cumplieron cabalmente, y nada menos que con el Cántico del hermano Sol. La gente empezó a juntarse en torno al obispado, pues lo que estaba pasando era bonito. El corazón del alcalde se ablandó, según me contó después el obispo Guido, y surgió en ellos un alto grado de comprensión, y de ahí al perdón..., sólo el paso necesario para abrazarse... Y todos felices.
   Fue a verme un médico, y le rogué que me dijera si acaso estoy por morirme. Necesito tener eso claro, para prepararme. El hombre titubeó un poco, pero al final me anunció que me quedaban pocos días. Le di las gracias por decírmelo. Decidí irme a la Porciúncula, lugar que ha sido tan importante en mi vida, y ha de serlo también en el momento de mi muerte, que ya está próximo.
   Me tuvieron que traer poco menos que en brazos.
   Pido perdón a mi hermano asno porque lo he tratado mal en muchas oportunidades.
   Clara también está enferma, y ni siquiera podemos visitarnos. Le dicté a León una carta de despedida para que se la envíe. En realidad, va dirigida a todas las Hermanas, para que jamás se aparten de la pobreza. Clara me envió de vuelta un mensaje de alegría.
   Ahora, le estoy dictando a León un testamento a través del cual me despido de los Hermanos. Ahí les cuento un poco de mi vida y su sentido. Lo que parece amargo se vuelve dulce. Les pido ser fieles a los buenos sacerdotes, y que vivan según el evangelio, y saluden con la Paz del Señor. Que no se instalen, pues han de ser siempre forasteros. Y que mantengan este escrito junto a la Regla, ya que es inseparable de ella, y sin añadir comentarios explicativos ni interpretaciones, que no se necesitan.

 
   33.- León ante una muerte

   Ya tengo avanzado mi libro, y aún me queda material para continuar. Será algo más que la historia de Francisco. Hay tantos hombres santos en esta Orden, como debemos llamarla ahora. Estoy acá con Bernardo, Egidio, Ángel y Rufino, además de Francisco, por supuesto, a quien hemos estado cuidando durante gran parte del otoño de este año 1226.
   Elías viene muy a menudo, pero no puede quedarse por muchas horas, pues se lo impiden sus múltiples responsabilidades, tanto pastorales como administrativas.
   Un día, Francisco divisó a Bernardo que estaba haciendo oración, y lo llamó para conversar con él. Muchas veces han charlado horas enteras. En esta oportunidad, sin ver bien, Francisco no notó que el Hermano estaba absorto, y que por esa razón no obtuvo ninguna respuesta. Tuve que explicarle eso, y prometerle que le traería a Bernardo en cuanto terminara su plegaria.
   Lo más notable fue lo que ocurrió en uno de los últimos días, cuando Francisco consideró que sería de esencial cortesía que le contáramos a la señora Jacoba de Settesoli que él estaba a punto de morir. Me puse a escribir una carta muy atenta a dicha señora, benefactora nuestra, contándole la triste situación. Agregué que si ella tenía a bien venir por estos lados, le daría una gran alegría a Francisco. Le pedí que, de ser así, por favor trajera un buen trozo de paño color ceniza, para hacerle una túnica a Francisco. En cuanto tuve lista la carta, hablé con un Hermano joven que entró hace poco y le pregunté si podía ir a Roma a entregarla. Le di la dirección de la señora Jacoba, y algunas instrucciones que no alcancé a completar, pues ocurrió algo insólito. Tocaron a la puerta, fue a abrir el Hermano portero y volvió diciendo que viene una señora llamada Jacoba.
   -¿Pero, cómo? -dije yo, pensando en voz alta, y corrí hacia la puerta. Allí estaba ella, en persona, acompañada de su hijo Juanito. La saludé con gran alegría.
   -Traje esto por si se necesita -la señora Jacoba me entregó un paquete- es un paño que sirve para hacer una túnica.
   -Lo abrí y me encontré con el mismo género color ceniza que había estado imaginando.
   -Usted es una santa -le dije, y la llevé con Francisco. Al verlo, la pobre señora se puso a llorar.
   -También traje todo lo necesario para hacer un pastel -dijo Jacoba cuando estuvo más repuesta.
   -¡Excelente! -respondí-. ¿En qué puedo ayudar?
   -Nada, nada. Déjeme sola, no más.
   La conduje a nuestra improvisada cocina, y ella se puso a trabajar, mientras yo conversé con Juanito. Jacoba estuvo pocas horas con nosotros. Suficiente para despedirse de Francisco.
   -Esperen que el pastel se enfríe para comerlo -nos advirtió al irse.
   -Infinitas gracias, señora Jacoba -manifesté, y todos reafirmaron.
   Cuando el pastel se enfrió lo partí en varios trozos y le llevé uno a Francisco, quien comió muy poco, incapaz ya de digerir una mayor cantidad de alimentos.
   -Llamad al hermano Bernardo -pidió Francisco- a él le gusta este pastel.
   -Sí. Ya le dimos.
   Vino el hermano Bernardo y se sentó cerca de Francisco. Éste tocó las cabezas hasta que encontró la de Bernardo, la bendijo y recordó, dirigiéndose a todos:
   -Éste es el primer Hermano que me regaló el Señor. Quiero que todos lo honren siempre.
   Cuando ya se acercaba el crepúsculo salí al bosque a buscar leña para hacer fuego en la noche. El otoño estaba muy frío.
   En la noche tuve un sueño que me pareció importante, y no supe darle interpretación, hasta que le pregunté a Francisco:
   -Tenía que vadear un río ancho y alborotado. Varios Hermanos iban más adelante que yo, y cruzaron..., bueno... no todos. Los que llevaban mucha carga no lo lograron. Se los llevaba la fuerza del río.
   -¿Sí...?
   - Eso, no más. Creo que tiene que ser importante.
   -Claro. ¿Qué crees que simboliza el río?
   -Podría ser... algo difícil de soportar...
   -Y que fluye constantemente.
   -Puede ser la vida..., o sea, algo así como el requerimiento de cada día.
   -Eso creo.
   -¿Y los Hermanos que van más adelante? -pregunté.
   -Tú mismo.
   -¿En tantas versiones?
   -Sí. ¿Cuáles son tus muchas versiones?
   -¿Las posibilidades que puedo elegir...?
   -Yo diría que sólo las que ya escogiste.
   -¿Cómo?
   -¿Te acuerdas lo que era el río?
   -El requerimiento de cada día... ¡Ah! Mis versiones vienen siendo las actitudes con que he enfrentado distintos días.
   -Eso creo.
   -Algunos días... tengo mucha carga sobre mí.
   -Y entonces te cuesta más... superar las dificultades.
   -Me irá mejor si voy liviano por la vida.
   -Eso es.
   -Gracias, Francisco, por aclarar el mensaje que me trae el sueño.
   -Tú mismo lo has aclarado..., León -y continuó después de una breve pausa-. Llama a los demás, por favor.
   -Bueno -y fui a buscar al resto.
   -Hermanos -comenzó diciendo Francisco-. ¿Os habéis preguntado... cómo ha de ser la persona que tenga... la responsabilidad de esta... Orden?
   Le costó un poco decir esa última palabra.
   -Sí -respondimos.
   -Tiene que ser una persona... dedicada a la oración..., y también a pastorear el rebaño... -y agregó-. Acércate, Elías.
   Francisco puso una mano en la cabeza del vicario y le dijo:
   -No te alejes de Dios... en nada de lo que hagas.
   Fue un momento emotivo en que sentí cómo Francisco arreglaba su equipaje para viajar de retorno hacia Dios. Eso se me confirmó un poco después, cuando me dijo con su débil voz:
   -León, quiero confesarme.
   Recordé las muchas veces que él me ha contado sus cosas. Soy confesor pero también soy su amigo. Lo que me habla... ¿no es acaso un testimonio de amistad... y de modestia? Me complica estar en este rol. Una vez Francisco me autorizó a hablar libremente todo lo que él me hubiera confesado. Sin embargo, jamás acepté eso. Mis labios están sellados.
   Me acerqué y le pedí que no me dijera nada. Le di la absolución, así sin más, antes de que me hablara ninguna cosa.
   -Tu proceder ha sido siempre luminoso -ésas fueron mis palabras que me escuché decirle a Francisco, y son de la más absoluta justicia.
   -El tránsito que harás -seguí diciendo- estará lleno de gozo.
   Francisco tomó un pan, lo bendijo y lo partió. Entregó un pequeño trozo a cada uno de nosotros. Compartimos también el poco vino que teníamos. Fue como en la Última Cena del Señor.
   -Un día... nuestro movimiento... derivará a algo distinto -anunció lentamente Francisco-, ojalá sea del agrado de Dios... No pueden todos vivir igual... A ratos me duele el cuerpo..., y a ratos no siento nada... Ya no sé si estoy acá o allá... Aún puedo hablar con los Hermanos... que han de enterrarme... y también con los que ya se fueron... y me reciben contentos...
   El santo se iba yendo, de a poco, con una sonrisa que lo decía todo. Puse un poco de agua en sus labios. Alcancé a pensar en quien tomará el relevo. Elías, como jefe, sí.... pero, ¿quién pasará a ser el nuevo maestro sabio y potente? Tendrá que resultar de manera natural.
   Ya estaba atardeciendo el día sábado, con todos reunidos en torno al lecho de Francisco. Cantábamos el himno del hermano Sol, a ritmo lentísimo, cuando de repente nos quedamos callados. Parecía como si Francisco se había ido, pero volvió, con una respiración agitada.
   -Bienvenida hermana Muerte... -exclamó entonces Francisco, y nos pidió que lo pusiéramos en el suelo. Entre todos, obedecimos, porque en ese momento no cabía hacer otra cosa. Fue su última voluntad. Casi póstuma. Su cuerpo tocó la tierra, mas su espíritu estaba todavía despidiéndose de cada uno de nosotros, antes de abrazar al Padre.
   Una bandada de alondras vino a revolotear en torno a la choza, con una increíble alegría, acompañando la muerte de Francisco, mi amigo al que siempre admiré. Fue un sembrador. Es de esperar que las generaciones futuras recojan abundantes frutos.

 
   34.- Clara afligida

   No sé por qué me molesté tanto esa vez. Cuando la hermana Rafaela salió del convento, cerca del ocaso, un día que no tuvo nada especial, salvo eso. Ella contravino las normas, pues no tenía nada que ir a hacer a ninguna parte, ni hubo causa útil o razonable, y ni siquiera pidió permiso. La puerta la mantengo sin candado durante el día, para que la clausura se respete por convicción y no por imposibilidad. Como sea, creo que no debí darle tanta importancia. Más de una vez he tenido que castigar a alguna Hermana. Siempre lo aceptan de buen grado y hasta me lo agradecen. "Si me porto mal, castígame", me han dicho un par de veces.
   El caso es que le llamé la atención a Rafaela, y le impuse como penitencia la limpieza del retrete, por dos meses a contar de ese día. Es un trabajo que a ninguna le agrada, y habitualmente nos turnamos, de modo que a cada una le toca una vez cada dos semanas. Sí, porque ya somos catorce en San Damián. Siguen entrando Hermanas nuevas, no sólo en Asís, sino también en muchos otros lugares.
   Casi se me había olvidado del todo la falta cometida por Rafaela, debido a que me preocupaba muchísimo más la salud de Francisco, y hasta la mía propia, ya que me he sentido mal del estómago y además he estado con un fuerte romadizo. A pesar de eso, me levanto temprano todos los días, y paso horas en el jardín arreglando las plantas, y desde ahí veo si vienen Hermanos trayendo noticias. La última vez trajeron más que una noticia. Los vi venir cuando ya estaban muy cerca. Y traían un cuerpo. Sí, era Francisco el que venía acostado en una improvisada camilla. Me asusté mucho. Lo primero que pensé es que había muerto. Después, mi mente se defendió, diciéndome "No, sólo debe estar muy enfermo y tendré que cuidarlo, como aquella otra vez". Los Hermanos entraron a la capilla, lo cual me pareció extraño. Si lo iban a poner ahí, sería que ya no estaba vivo. Todas nos agitamos y fuimos a la reja, el lugar donde asistimos a la misa cuando algún sacerdote viene a decirla. Eso, desde que nos obligaron a someternos a la regla benedictina.
   Mi impresión fue terrible. Ver ese rostro enflaquecido de Francisco, carente de vida, me desarmó por completo. Corrí hacia la puerta y salí afuera para volver a entrar por la capilla. Llegué y me eché al suelo junto al cuerpo de Francisco. No podía dejar de abrazarlo, y estaba tan frío y rígido. Se me saltaron las lágrimas desde muy adentro. Me invadió una pena profunda. Nunca en mi vida había llorado tanto como esa vez. Besé su rostro y sus manos llagadas. Sentí como si mi propia vida se estuviera empezando a ir.
   Cuando me aquieté un poco, León me dijo que llevaban a Francisco para sepultarlo en la iglesia de San Jorge, el lugar en que él empezó su predicación. Y no sólo eso, ahí mismo había aprendido a leer y escribir cuando niño.
   Los Hermanos se retiraron cantando una canción triste, y llevando el cuerpo de Francisco en alto. Yo quedé inmóvil, con mis pies plantados en la tierra mientras ellos se alejaban a paso lento, hasta que dejé de escucharlos.
   Pensaba en cómo pudo haber sido nuestra vida. Es una pregunta sin respuesta, y nunca he lamentado el camino que seguí. Se me venían los recuerdos, uno tras otro. Vivimos algo mucho más importante que si nuestra relación hubiese sido de piel.
   Entonces me di cuenta que yo misma estaba afuera del convento, infringiendo las normas, pues era algo que no se permitía.
   Entré y me fui al oratorio. Estaba triste y confundida. Algo mío se fue con él. Por eso supe que Francisco me seguirá guiando. Su voz siempre estará en mi oído. Su imagen siempre estará en mis ojos. Me comprometí ante Dios a cuidar esta causa a la que nos hemos entregado. He de ser fuerte, constante, y persistir en esta lucha tan linda.
   Esa noche no pude dormir. Las horas transcurrían más rápidas que lentas, entre recuerdos tristes y alegres. También tuve presente mi falta al reglamento, de la cual ni siquiera estaba arrepentida. Recordaba lo de Rafaela..., ¿qué pensaría ella de mí?
   Por sobre todo, era la imagen de Francisco la que me ocupaba. Me parecía estar escuchando su voz y viendo su sonrisa.
   Al día siguiente me levanté muy temprano y fui a buscar la escoba y los trapos de limpieza. Con ellos me dirigí al pequeño recinto en que tenemos el retrete, y me puse a iniciar su aseo. Era lo que me correspondía.
   -Pero..., ¿qué haces, hermana Clara? -escuché decir a Rafaela, que venía llegando en ese mismo momento.
   -Ahora me toca a mí.
   -No. Yo lo haré. Aún estamos en mis dos meses.
   -Pues, he pasado a ser yo la que está castigada.
   -No, no. Por ningún motivo.
   -Cometí la misma falta que tú.
   -Distinta... Yo fui a ver... al hombre que amo -confesó Rafaela, compungida.
   -Yo también... fui a ver al hombre que amo.
   -Sí, pero... un santo.
   Mis lágrimas brotaron nuevamente. Y en ella también. Llorábamos juntas, nos abrazamos, y después nos pusimos a limpiar. Rafaela entonó el Cántico del hermano Sol. Yo la seguí, y nos alegrábamos, cada vez un poquito más. Cuando las otras Hermanas salieron a mirar qué estaba pasando, nosotras ya reíamos.
   -Tienes razón -le dije a Rafaela-, las penas y dificultades hay que afrontarlas con alegría..., y con paciencia y valor. Es Él quien cambia las lágrimas en gozo.
   Al final, puedo decir que gracias al pequeño desliz que había tenido Rafaela, pude sobrellevar mejor este tiempo de tristeza.
   Días después, Felipe Longo nos contó el funeral de Francisco:
   -Elías lo puso en un sarcófago de piedra -le escuché, y me dio por llorar de nuevo, pero esta vez en silencio.
   Algo tenía desgarrado en mí, a pesar de todo lo que me había preparado para poder soportar este momento. Dios me consolaba... "Mujer de poca fe...". Sí, ésa era la divina palabra que se ponía en mi oído sigilosamente, hasta que atiné a agradecer al Señor por haberme privilegiado con esa presencia de Francisco, un hombre extraordinario.
   Ahora tendré que seguir construyendo sin él, y aprender a vivir de otra forma. Me sentí confortada cuando el hermano León me mostró el papel con esa oración que Francisco le escribió. Me di cuenta que el espíritu de Francisco, desde el cielo, sigue apoyándonos.
   Mi madre se vino a vivir a San Damián. Dijo que se ponía a mis órdenes porque quería restaurarse. Me dio gran felicidad, pero Pacífica era la más contenta. Yo sé que mi madre vino más que nada por acompañarme. Las mamás nunca dejan de serlo. Me habló de Beatriz, que tiene un lindo matrimonio.
   -¿Sabes, Clarita? Mi vida está atrapada aquí en San Damián -me confesó mi madre- y he venido a encontrarla.
   Le pedí que me dejara lavar sus pies. Es una de nuestras costumbres, algo simbólico. Titubeó pero aceptó. Y seguimos conversando, con sus pies en la jofaina.
   -Es linda la vida acá, mamá... Te gustará.
   -Sé que has estado enferma.
   -No es para tanto... En Semana Santa tuve una experiencia fuerte...
   -¿Sí? ¿Cómo?
   -Me metí tanto en la oración que..., creo que mi alma se trasladó hasta ese lugar y ese tiempo... Acá quedaron todas asustadas -reí levemente.
   -Tengo entendido que el cardenal Ugolino ha estado siempre apoyando vuestro movimiento -inquirió mi madre, después de una pausa.
   -Ya puedes decir "nuestro" movimiento -reímos-. Bueno, él es nuestro protector..., incluso nos protege más de la cuenta.
   -Supongo que lo respetas, como corresponde a su rango.
   -Nunca he dejado de respetarlo..., y le tengo aprecio.
   -Pero..., ¿alguna aprensión también?
   -¿Sabes que él me admira? Sí, de verdad, me lo ha dicho con humildad. Desde hace años, antes de cumplir yo los treinta, ya me ha estado pidiendo que rece por él -y después agregué-. Lástima que no ha podido entender que no queremos tanto silencio que nos impida expresar la alegría. Ni tantas seguridades que nos alejen del evangelio.
   -Te he extrañado en este tiempo...
   -¿Y qué es de Bona?
   -Ella está casada, es feliz, y ésa ha de ser su vida.
   -¿Mamá, ¿quieres cultivar el jardín?
   -Sí. Es lo que más me gusta.
   Así quedó asignada su tarea. Y yo, empecé a dedicarme más al canto.

 
   35.- Caterina y su añoranza

   Mientras estuve en San Damián fui muy feliz. Cada día me daba un tiempito para conversar con Clara.
   -Después que murió Francisco, ya no he vuelto a ser la misma -me dijo una vez, con un poco de tristeza.
   -Es una ausencia física, pero... no me cabe duda que él te sigue hablando y guiando.
   -Bueno, sí... Me habla más que antes, pero me siento distinta, como si tuviera más responsabilidad..., que no tengo. He tenido que crecer. Ya no soy la niñita que juega a seguir a Francisco.
   -Ahora tienes que abrir camino.
   -Y tú me ayudas mucho en eso. Tienes sabiduría... No sé qué haría sin tí, hermanita.
   -Si somos capaces de llenarnos del amor de Dios, de ahí tiene que fluir hacia los demás.
   -Los árboles me invitan a alabar a Dios.
   Clara está siempre muy atenta a las necesidades de cada Hermana. Nos cuida con ternura. Y es siempre la que se dispone a hacer penitencias. Yo la he imitado, y también me pongo bajo el hábito un cinturón de crin, muy áspero, que me recuerda en todo momento que debo ser paciente y estar al servicio de las demás.
   Me preocupo por Clara porque come muy poco. Hasta se lo dije una vez a Francisco, quien trató de convencerla de que comiera más, pero ella dice que se siente muy bien, y lo expresa con una sonrisa tan divina que no es fácil llevarle la contra. Aquella vez, Francisco optó por traer al obispo Guido. Fue casi una fiesta tenerlo acá. Él la hizo prometer que comería todos los días, aunque fuera un simple pedazo de pan.
   Lo que más hacemos es orar, a distintas horas, con una admiración infinita por Jesús.
   -Lavo los pies a Jesús y se los seco con los cabellos que no tengo -me ha dicho Clara, y yo sonrío, por su manera de expresarlo. También trato de encontrar a la divinidad dentro de mí.
   Me siento en el suelo, como siempre, pues trato de ser sencilla. Eso sí, no me corto tanto el pelo como las demás. Estoy acostumbrada a ser la hermana chica. Por eso me entiendo muy bien con Clara. Es increíble cómo nos complementamos.
   Clara me ha enseñado que el misterio de Jesús, que es Hombre y Dios al mismo tiempo, no está para que descubramos alguna explicación satisfactoria, sino sólo para admirarlo y disfrutar cómo Dios se nos muestra.
   -Cristo no se aferró a los privilegios que pudo haber tenido en su condición divina -me explicó Clara-, sino que, renunciando voluntariamente a ello, optó por ponerse al servicio del Hombre.
   Me maravilla la comprensión de Clara, y cómo las cosas más complejas son simples para ella. Casi siempre veo un resplandor alrededor de su rostro, y a veces en todo su cuerpo. Su cabeza parece emitir unos tenues haces de luz.
   Cierta noche, estábamos las dos en el oratorio, y me dejé absorber tanto por la oración que no me di cuenta que el suelo se había retirado un poco hacia abajo. No sé cómo explicarlo... Nada podía importarme en un momento como ése. Un ángel vino y puso una corona de flores en mi cabeza. Tres veces. Yo estaba cautivada, llena de sonrisa, inmersa en la bondad de Dios, alabando la forma cómo Él vino al mundo a rescatarnos. Clara se retiró antes que yo, sin hacer ruido, y al otro día me preguntó por mi oración de esa noche. Yo no me atrevía a contarle, pero tuve que hacerlo en cuanto ella me confesó haberme visto levantada del suelo. Nos emocionamos tanto, que Clara decidió contarme un sueño muy especial que tuvo esa misma noche.
   -Yo iba subiendo por una escalera -empezó a contar- sin cansarme, como si anduviera en horizontal. Ya iba muy arriba cuando vi a Francisco, en lo alto. Yo le llevaba un lavatorio con agua caliente y un paño para hacerle compresas en sus manos. Llegué hasta él y vi cómo se abrió su hábito..., y me dio a beber de su tetilla.
   Me sentí muy rara al escuchar el relato de ese sueño, y Clara también al contarlo.
   -Sí, su tetilla -continuó-. Y me dijo "Ven y mama de mí". No era leche, era un néctar dulce. Bebí varios sorbos, y se quedó su pezón entre mis labios cuando intenté retirar mi boca. Me lo saqué con la mano, lo miré y había cambiado su forma. Ahora era un pequeño espejo con marco dorado, y fue agrandándose. En él me vi reflejada... Ése fue el sueño, hasta donde lo recuerdo.
   -Creo que es un sueño trascendente.
   -¿Qué me estará diciendo?
   -Sólo tú puedes leer en él.
   -Pero..., tú me vas a ayudar, Inés.
   -En todo lo que pueda, hermana.
   -Recuerdo que Francisco siempre hablaba del Dios Madre.
   -Incluso, él mismo... decía que quería encarnar virtudes maternales para con los Hermanos.
   -También está la escala, como la de Jacob..., un puente entre el cielo y la tierra.
   -Esa escala... -dije lentamente-, creo que significa ir a lo más elevado de tu persona.
   -Y ahí me encuentro con alguien que representa la divinidad.
   -Sí. Una divinidad que ofrece alimentar tu crecimiento.
   -Y lo hace con dulzura... Mientras yo, con el lavatorio, soy su servidora.
   -Y el espejo... es algo así como mirar en tí misma.
   -Ese espejo, saliendo de su pecho, es un símbolo muy parecido al de la costilla de Adán.
   -¿Y eso... qué puede significar?
   -Creo que apunta al rol de la mujer, que es privilegiar el amor de Dios... O sea, lo que representa el corazón, ¿ves?
   -Sí, me parece que ya tienes el mensaje.
   -Lo pondré en oración.
   Después de ese sueño, Clara adquirió un poder sanador que, yo diría... es milagroso. Siempre le han traído niños enfermos y ella los acoge con toda su ternura, y les hace la vida más grata, pero ahora hay algo más... Los niños se van sanos. Como aquel que se había metido una pequeña piedra en la nariz, y no podía respirar más que por la boca, y sentía dolor. No sé cómo Clara se las arregló para hacer salir el guijarro, moviéndolo desde afuera, al hacerle la señal de la cruz.
   Fue tanto lo que se veneraba a Clara, que una vez ocurrió algo sorprendente. Inesita, la que había llegado a San Damián siendo muy niñita porque no tenía donde estar, y se quedó después como Hermana Menor, quiso lavar los pies de Clara. Fue tal su insistencia, que mi hermana accedió. Después del lavado, Inesita bebió de esa agua y la encontró dulcísima. En seguida, Clara tiró el resto del agua que quedaba en el lavatorio.
   Mucho más notable fue el caso del pequeño Pietro, un niño de Perugia, que caminaba a tientas, tropezando con cuanto obstáculo hubiera, pues no veía casi nada, salvo manchas difusas en lugar de personas o cosas. Sus padres habían gastado en tratamientos médicos el poco dinero que tenían. Como todo eso fue infructuoso, pusieron su fe en mi hermana, la cual se decidió a dejar que Dios sanara al niño a través de ella. Y no sólo de ella, sino que de todas nosotras, según me confesó mucho después. Siempre quiso hacernos partícipes de esa gran tarea que es ser instrumento de Dios para su labor sanadora.
   Clara impuso sus manos sobre los ojos de Pietro y se encomendó a Dios. Todas rezábamos en silencio.
   -Ya, mi pequeño Pietro, ahora irás donde la santísima madre -lo tomó de la mano, y lo llevó hacia nuestra madre Ortolana, símbolo de la santa maternidad.
   Mi mamá rezó mucho, con gran emoción y lágrimas, mientras yo me quedé conversando con la madre del niño. Después de un buen rato vino Pietro corriendo, y sin tropezarse. Ya estaba empezando a ver un poco mejor, y para él, eso era grandioso.

         * * *

   Ya anochecía cuando nos llegó la noticia de la muerte del Papa Honorio III. Siempre impresiona algo así, aunque todavía haya estado muy reciente aquella extraña decisión de dicho Papa, que había despertado mi indignación en su momento. Algo tiene que haber tenido contra las mujeres si se dio el trabajo de sacarlas de los púlpitos. Yo encontré que fue ignominiosa la carta que escribió con las nuevas instrucciones, en la que trataba a la mujer, de la peor manera. Antes de eso, Clara podía predicar, por ser abadesa. De todas maneras, no acostumbraba a hacerlo, salvo raras excepciones.
   Ugolino fue elegido como nuevo Papa y adoptó por nombre Gregorio IX. Eso nos llenó de esperanza, ya que fue nuestro protector durante muchos años. Siempre rezamos por él, para que sea el renovador que la Iglesia necesita. Una de sus principales actividades, después del primer año de pontificado, fue canonizar a Francisco, para lo cual vino a Asís, y hasta nos visitó en San Damián, y compartió con nosotras varias horas.
   Le convidamos un té, con el poco pan que nos quedaba. Cuando llegó el momento de bendecir los panes, se los pasé en un plato al Sumo Pontífice. Lo hice con una reverencia, dando algo de solemnidad al momento. El Papa se aprestaba a efectuar la bendición, pero detuvo el gesto, como si se hubiera arrepentido.
   -Eres tú la que debe hacer la bendición -dijo el Papa a Clara, pasándole el plato con los panes.
   -De ninguna manera, Su Santidad -se disculpó mi hermana.
   -Sí, por favor, Clara, tú estás más cerca de Dios -insistió, mientras devolvía el plato.
   -Os respeto a vosotros -dijo Clara al grupo, a la vez que se hincó en el suelo.
   -Precisamente por eso, por la obediencia a la que te has comprometido, te ordeno bendecir los panes -le dijo el Pontífice.
   Yo que conozco bien a mi hermanita, sé que se puso contenta. Se levantó del frío suelo, y empezó a pronunciar sobre los panes, hermosas palabras de bendición que ella misma concibió en ese momento. Con sus manos hizo la señal de la cruz sobre el alimento. No era primera vez que Clara bendecía panes, pero nunca antes lo había hecho ante una presencia de tanto rango.
   Después del té llegó el momento que yo temía. El Papa dijo a Clara que nosotras deberíamos tener bienes raíces, para nuestra seguridad. Mi hermana mantuvo la serenidad, y hasta sonrió levemente.
   -Usted es como mi padre... -expresó con ternura, y agregó-, Santo Padre, quíteme los pecados, no más, pero no me dispense de seguir a Jesucristo.
   -El camino al Reino de Dios es estrecho -reafirmó Clara, con valentía-, y la puerta, angosta.
   Ugolino ya sabía..., este diálogo lo habían tenido tantas veces. No le quedó más remedio que seguir dejando a firme el privilegio de pobreza.
   -Recen por mí -nos dijo el Papa al irse.
   A los pocos días, mi vida tomó un giro inesperado que me costó aceptar. Tuve que trasladarme al convento de Monticelli, en Florencia, para llevar hasta allá las enseñanzas de Clara y mantener en alto el espíritu de las Hermanas Menores. Se han multiplicado tanto nuestros monasterios en toda Italia, que Clara ha debido desarmar un poco nuestro grupo para ir en ayuda pastoral de las nuevas Hermanas.
   Me fue muy dolorosa la separación, pero he vivido cosas muy lindas en mi nueva casa, de la que soy abadesa. Trato de serlo de la misma forma humilde que he visto en mi hermana, como sierva de las demás.
   A veces me siento agobiada, y extraño a Clara. Le escribo cartas contándole mis alegrías y tristezas, y así no estoy tan sola. Le pido oración y le imploro que me retorne a San Damián lo más pronto que se pueda. En cada anochecer pienso que falta un día menos para mi regreso a Asís. Si Dios puso una santa a mi lado, en mi casa, hermana mía, compañera de juegos..., fue para que yo me alimentara espiritualmente de ella.
   "Hacemos sacrificios" me responde Clara, "sólo será por poco tiempo". Pero, ese poco, a mí se me hace mucho. Los primeros días, lloraba, pero ya me estoy acostumbrando. Me he encariñado con las Hermanas de acá.
   "Pide al hermano Elías" le he rogado a Clara, "que nos visite acá en Florencia".
   Ayer vino Elías por estos lados, y fue muy grato. Las Hermanas estuvieron felices de conocerlo.

 
   36.- Elías y el Papa

   Salimos de la Porciúncula en la mañana temprano. Al poco rato, ya sentíamos el calor de fines de Mayo, lo que puso más lenta la caminata. Me dirigía a Spoleto, con varios Hermanos, para asistir a la canonización de Antonio.
   Pocos días atrás, yo había vuelto a ser el Ministro General de esta Orden, como ya empiezan a llamarle. Por cinco años estuve un poco retirado, primero en un solitario convento de Cortona, dedicándome a la oración, y sin afeitarme en todo el año. Después, entregado por entero a la construcción de la Basílica, lo que me tomó dos años. El lugar en que se levantó el templo fue bautizado por el Papa como "Colina del Paraíso", ya que antes se llamaba "Colina del Infierno". Este nombre obedecía a la antigua función de ese terreno, que era la ejecución de los condenados a muerte. Ahí mismo los enterraban. Francisco decía que él iba a ser sepultado en la Colina del Infierno. Y lo decía acordándose de que Jesús fue ejecutado como si se tratara de un delincuente. Por eso, cuando ocurrió que nos donaron ese terreno, quise que en él se construyera una cripta para el cuerpo de Francisco. Así se lo hice ver al Papa, que siente gran aprecio por Francisco, y por algo fue el protector de nuestra hermandad. Aquel mismo día era el de la canonización de Francisco.
   Los dos últimos años he estado viviendo en el convento anexo a la Basílica, el que todavía está en pleno período de construcción, pero ahí me armé una precaria celda. Cuando puedo, imparto enseñanzas básicas a los Hermanos nuevos, que siempre están llegando. Me quieren mucho en la fraternidad, y por eso me eligieron para suceder a Juan Parenti, quien a su vez había sido nombrado Ministro General por el Papa Ugolino, un poco después de la muerte de Francisco. Lo decidió así por tratarse de una persona mucho más apegada a la tradición de la Iglesia. No ha sido muy bueno todo lo que ha pasado en esta fraternidad a partir de aquel día en que Francisco se fue hacia el Padre. Tengo gran esperanza de que ahora podré enderezar el rumbo de la Orden, y lograr esa renovación de la Iglesia, que tanto hemos ansiado, junto a Francisco.
   Por el camino hacia Spoleto con los Hermanos, íbamos conversando acerca del éxtasis que tuvo el hermano Egidio hace unos años en el eremitorio de Cetona. Él se ha dedicado a la oración con una intensidad tal, que tuvo una experiencia más que notable. Asegura haber tenido a Jesús ante sus ojos, cierta vez en que sus compañeros lo sintieron hablar en alta voz, con un júbilo que lo rebalsaba. Éstos creyeron que Egidio estaba enfermo de mucha gravedad, y fueron a socorrerlo.
   Nos reímos y nos sentamos a descansar un rato.
   -Ya que estamos de recuerdos -dijo Rufino-, ¿quién puede decirme por qué quedaron tan molestos los cardenales que vinieron de Roma esa vez... cuando se trasladó el cuerpo de Francisco a la nueva cripta?
   Rufino se refería a la ceremonia que tuvo lugar en Asís, en la Colina del Paraíso, hace dos años.
   -Se molestaron conmigo -reconocí-, ésa es la verdad.
   -Y por varios motivos... -agregué, y empecé a dar detalles, mientras reanudamos la marcha-. Vosotros recordáis la cantidad de gente que se juntó esa vez... ¡Dios mío! Si la ceremonia se me escapó de las manos. Tuve que pedir al alcalde que hiciera intervenir a la milicia comunal para contener a esa fuerza popular que amenazaba con destruir nuestra reliquia más preciada.
   -Eso no es para que se enojen tanto -acotó Rufino.
   -Bueno, claro, pero es que los Legados tuvieron miedo. Además, estaban molestos desde antes. Porque yo había invitado a que vinieran Hermanos de todas las regiones, los cuales a su vez, arrastraron mucho pueblo. Después entendí por qué los cardenales propiciaban que asistiera sólo la jerarquía.
   -Recuerdo que en esa misma ocasión el hermano Antonio pidió ser relevado de su cargo de Provincial -dijo León, cambiando el tema.
   -Él ya estaba enfermo -expliqué.
   -Y sin embargo, Juan Parenti le asignó una misión muy agotadora.
   -No sé cómo se le ocurrió enviarlo a él a cargo del grupo que..., más aún, iba a pedir al Papa que se pronunciara respecto a un tema... delicado, por decir lo menos.
   -¿Delicado? Yo diría... casi amenazador -corrigió León.
   -No todos pueden vivir de una manera tan penitencial como nuestro admirado Francisco.
   -Entonces, ¿para qué se comprometen?
   -Tienes razón. Fueron a pedir que el Papa les quite de encima un peso que no son capaces de seguir llevando.
   -Me imagino al pobre Antonio tratando infructuosamente de que se imponga la fidelidad a Cristo.
   -Y consumiéndose en eso.
   -De ahí surgió la famosa "Quo elongati" -dijo León-. Lo peor que podría haber pasado. En ese documento se dice que algunos consejos del evangelio no pueden observarse de ninguna manera o sólo con gran esfuerzo.
   -Sí. Lo peor. La Iglesia dio un paso atrás con esa bula. Nos libera de la obligación de seguir el evangelio, exceptuando lo que está indicado en la Regla.
   -Además, le quitó todo su valor al testamento de Francisco. Con una mano comete esa atrocidad, y con la otra lo canoniza. ¿Quién entiende...? La Iglesia hace de él un modelo para todos, al mismo tiempo que lo hace inofensivo.
   -No sé qué le pasó a nuestro Ugolino, que cambió tanto al ser elegido Papa.
   Ya anochecía cuando llegamos al convento de Spoleto, cansados y con hambre. Los Hermanos nos dieron algo de comer, y muy pronto nos quedamos dormidos.
   Al día siguiente acudimos a la catedral para asistir a la solemne ceremonia de canonización del hermano Antonio. El rito fue presidido por el Papa Gregorio IX, un hombre anciano, longevo, adornado con vestimentas distinguidas. Supongo que en ese momento debe haber andado por los 80 años. Casi no podía moverse, si no fuera por la ayuda de sus asistentes más cercanos.
   Ilustres personajes estaban sentados en las primeras filas. También los cardenales, los obispos, y los presbíteros más importantes. Nosotros, quedamos ubicados en las filas de atrás.
   Se dio inicio al acto con las palabras del Papa, dando a conocer algunos aspectos de la vida de Antonio. Refirió que en 1222, enviado como sacerdote a una ermita en Montepaolo, vivió Antonio en gran alegría y sencillez, ocupado en la oración, en el lavado de los platos, y predicando en el pueblo vecino, con tal sabiduría que muy pronto el Provincial lo envió a Bolonia, donde ejerció como maestro de teología para los Hermanos Menores, además de predicar ante audiencias cada vez mayores, con elocuencia y atractiva personalidad. Fue enviado a Francia para fortalecer la fe de los cristianos. Desde 1227 fue Provincial de Emilia-Romagna. Cierta vez que, en un pueblito costero, la población no quiso ir a escucharlo, Antonio bajó a la playa, en busca de personas que aceptaran su prédica, y no encontrando a nadie, dirigió ésta hacia el mar, con tanto fervor que los peces se asomaban. Así aprendió a interesar a los no creyentes, en lo cual tuvo éxito pues logró numerosas conversiones. Más tarde, en Padua fundó la Escuela de Teología de los Hermanos Menores. Gregorio IX contó finalmente su trabajo con el grupo de Antonio en 1230, un año antes de la muerte del nuevo santo.
   A continuación, un cardenal habló de los milagros reconocidos que han tenido lugar por la intercesión del hermano Antonio. Después se levantó el Papa y pronunció la fórmula con que Antonio quedó inscrito como santo. En líneas breves, de esa forma transcurrió la ceremonia.
   En cierto momento, más tarde, solicité una audiencia con el Papa y me fue concedida para el día siguiente, a media mañana. Me preparé para esa reunión. Sabía que necesitaba ser muy cortés, como me ha enseñado Francisco. Eso sí, no quería dejar de decirle unas cuantas verdades, pues me tenía muy mal esa actitud de los jerarcas, más que agresiva, yo diría casi criminal. Me refiero a la camarilla que rodea y domina al Papa, que está viejito. Si hasta yo he experimentado, acá en mi comunidad, eso de no poder llevar el barco adonde quiero llevarlo. Él, a otro nivel más alto, ha de experimentar lo mismo. De cualquier forma, eso de que "la Iglesia amenaza ruina", es algo que se está poniendo muy negro. El Papa tenía la buena voluntad de recibirme porque me ha tenido estimación durante mucho tiempo, aunque talvez ya lo estaba hartando. Los tiempos que corren han puesto guerrera a la Iglesia. Lo que verdaderamente me saca de quicio es la Inquisición, mal llamada "santa". Es algo que se ha ido formando de a poco, y ya está tomando caracteres catastróficos. Se producen abusos injustificables. Matar con extremada violencia y odio a las personas que piensan distinto es algo que no debería ocurrir. Gente buena, ha sido eliminada de la peor manera.
   Si se me ocurría plantearle esto al Papa, así de directo, no sólo perdería acceso a él, sino que además iba a ser uno de los perseguidos. Pensé en las enseñanzas de Francisco, acerca de un actuar más paciente, más sacrificado, lento, pobre. Pero, yo no soy así. En mucho me he sometido a Francisco porque le tengo demasiada admiración, veneración. Entonces, tendría que ir despacio.
   He tratado de consolar a los parientes de Cesáreo. Con ellos me desahogo. ¿Qué podía decirle a Ugolino? ¿En que forma? El Espíritu Santo me asistiría, Jesús me lo ha prometido.
   Llegó la hora de la entrevista. Hablamos acerca de nuestras dificultades y nuestros puntos de acuerdo.
   Empezamos con una conversación muy general, en la que Gregorio alabó la sabiduría que, según él, yo he demostrado. De ahí, pasamos al tema del emperador Federico II, enemigo del Papa. Yo tengo buena llegada con ambos, y hasta he tenido que mediar entre ellos en un par de oportunidades. Hace algunos años, el Papa excomulgó al emperador porque éste no acudió con prontitud a la Cruzada. Federico tenía otros planes. De hecho, consiguió la restitución de los santos lugares, y lo logró en forma pacífica, diplomática. Al final, Gregorio tuvo que rendirse a la evidencia, y le levantó la excomunión.
   -Fue Federico el primero que condenó a la hoguera a un hereje -se defendió el Pontífice, en forma vacilante, cuando comencé a poner el dedo en esa llaga.
   Ése era el tema que yo quería tratar con el Papa, pues me estaba preocupando mucho la forma brutal que estaba tomando la lucha contra la herejía. Traté de hacerle ver a Gregorio lo poco prudente que fue hacerse cargo de los juicios, que antes estaban en el poder civil.
   -¿Qué sabe el emperador lo que es una herejía? -exclamó.
   -Por favor, no os vayáis por las ramas, Su Santidad -intervine-, pensad que no es lo mismo luchar contra la herejía, que quemar personas.
   -¿Y dónde está entonces la herejía que hemos de erradicar?
   -Limpiemos la manera de hacerlo.
   -¿Por qué no aceptas, Elías, lo que te he estado ofreciendo, la investigación de las herejías? Sólo de esa forma podrás aportar tus ideas a la inquisición pontificia. Piensa que el mayor tesoro es la fe.
   -Nunca podría meterme en algo que no estoy de acuerdo.
   -Entonces... ¿estás de acuerdo con las criminales herejías?
   -No. Por favor, no me interpretéis mal -hice una breve pausa-. Cuando Francisco escuchó a Cristo diciéndole "repara mi iglesia, que se está arruinando", se inició un movimiento con gran fuerza. Muchos nos unimos a él con esa intención, la de detener esa ruina en que, lamentablemente, está cayendo nuestra querida Iglesia.
   -Estás dramatizando -se quejó, no muy convencido, y ahí corroboré que el anciano Gregorio estaba siendo manipulado por los cardenales de su nefasta corte. Preferí no referirme a ellos, para no salirme del tema.
   -Anoche tuve un sueño -continuó diciendo el Pontífice, con voz muy calmada-. Vi venir a alguien que parecía ser Francisco, pero tenía un rostro duro, que él jamás tuvo. Estaba como enojado. Me dijo que tenía mucha sangre, y que le pasara un cáliz. Le di una copa que, justamente, tenía muy cerca mío. Entonces, este personaje tomó la copa, levantó su brazo, y dejó salir un chorro de sangre desde la herida de su costado... Sí. Supe que era Francisco, aunque estaba un poco cambiado.
   -Es un bonito sueño, que algo ha de deciros.
   El Papa Gregorio tenía lágrimas en sus ojos. Ese sueño lo estaba tocando en su parte más sensible. Alguna disconformidad consigo mismo, con toda seguridad tiene que haber tenido en ese momento.
   -Ahí puede haber un llamado -agregué- a discernir mejor cómo hacer las cosas, de acuerdo al carisma de Francisco.
   Intenté convencerlo de modificar los métodos de la Iglesia. Aquellas prácticas reñidas con las enseñanzas de Jesucristo.
   -¿Por qué los presbíteros tienen que llevar registro de los fieles? -seguí diciendo- ¿Por qué obligan a la gente a denunciar herejes? Es que eso se presta para abusos... Jesús nos dice "No sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega".
   -Pues, ha llegado el tiempo de la siega. En la misma parábola Cristo dice "Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla".
   -¿En que puede conocerse si acaso ha llegado el tiempo de la siega?
   A estas alturas, nuestra conversación empezó a tornarse muy áspera. Gregorio tuvo un acceso de tos. Quise socorrerlo, pero no me fue posible. Vinieron los cardenales de la corte, y le dieron agua, mientras me miraban con odio.
   Esperé un poco y pude despedirme del Papa con cordialidad, y de los cardenales, de una manera más fría. Retorné a Asís, esperando que el Papa fuera capaz de recapacitar, lo cual no era fácil, teniendo en cuenta su avanzada edad y delicada salud que lo transformaba en una débil embarcación en manos de la perversa corte pontificia.

         * * *

   Transcurrió el tiempo. Siete años más, y la vida siguió su curso. León es ahora el que trata de centrarme, como hacía Francisco. Pero, no es mi confesor.
   Lo más notable fue la llegada de Juan de Parma a nuestra fraternidad. Un joven muy culto, y tan impregnado en el espíritu de Francisco, que a ratos me parecía estar viendo al santo mismo. Le ofrecí ir a París a completar sus estudios de doctorado en Filosofía, a lo cual accedió gustoso. Tuvo su ordenación sacerdotal, y después le pedí que fuera a organizar la enseñanza de la teología en diversas regiones. Ha sido un Hermano excepcional. Juan expone en forma agradable, con buen timbre de voz, y además canta muy bien. Siempre se le ve en una actitud de pobreza extrema, tal como Francisco.
   Ese ideal es algo tan difícil de seguir que no todos nos hemos sentido llamados a ello. Sólo los más santos. De hecho, la gran mayoría de los Hermanos Menores vivimos una pobreza moderada. El grave problema es que esa relajación en uno de los aspectos ha movido a muchos a dejar de dar importancia a otro aspecto, algo que yo considero esencial. Renovar la Iglesia, que amenaza ruina espiritual. Este punto, para mí es intransable. Y es aquí donde he tratado de poner el énfasis. En eso, me ha ayudado mucho Juan de Parma. Y mucho más aún mi gran amigo Cesáreo de Spira, mientras tuvo vida. Cesáreo fue un hombre extraordinario, que sufrió una encarnizada persecución por parte de los inquisidores. La primera vez que quisieron privarlo de libertad lo llevé a vivir retirado en un eremitorio. La corte lateranense me exigía entregarlo, pero yo jamás iba a obedecer una orden tan maligna. Sin embargo, dieron con él después de varios meses. Se lo llevaron, y a los pocos días murió en la tortura. ¿Y qué he podido hacer yo...? Nada más que llevar consuelo a sus familiares.
   Ocurrieron cosas horribles. El más implacable inquisidor, Roberto de Bougre, fue cátaro antes de hacerse dominico. Después, hizo matar a muchos de los que habían sido sus compañeros.
   No podría imaginar yo a Jesucristo enviando a alguien a la hoguera, ni declarando una guerra santa. Él, que predicó el amor, y perdonó a sus verdugos en la cruz. Esto es muy doloroso, y así se los digo a los Hermanos cuando nos reunimos.
   El Papa Ugolino convocó a Capítulo general de nuestra Orden, en Roma, y se apresuró a destituirme de la manera más ignominiosa y humillante. Mi pecado había sido hablar con sinceridad. Creí que había más seguidores de Cristo en el cristianismo. Le hablé brevemente a la comunidad para despedirme con afecto.
   -Talvez sea bueno que cambie el responsable -les dije-. Ojalá venga alguien con mucha santidad, que haga las cosas mejor que yo.
   Me dolió ser incomprendido. ¿Qué diría Francisco? Con su sabiduría y su paciencia a él no le habría pasado esto. Mi sucesor fue un presbítero, Alberto de Pisa.
   Tuve que salir huyendo debido al ambiente que se produjo en mi contra. Decidí irme donde el emperador Federico II, pues él podría ayudarme a seguir estando vigente, dando la palabra. Corría el año 1239. A poco de llegar a la corte del emperador, fui testigo de algo muy ingrato, pues se produjo por segunda vez la excomunión de Federico, por haber provocado un levantamiento contra el Papa en Roma. Igual pena caería sobre todos los que se acercaran al emperador.
   Un mal día sucedió lo que tenía que suceder. Fui excomulgado yo también. Entonces recordé esas sabias palabras de Francisco cuando una vez me dijo "Lo único que vas a conseguir es que te excomulguen". Salió profético. Me ha invadido una profunda tristeza que no soy capaz de manejar, y no puedo evitar el llanto.

 
   37.- Clara y el devenir de las Hermanas Menores

   El esposo de Beatriz se enfermó de gravedad, y los médicos no pudieron hacer nada por él. Fueron días tristes, en que mi hermana pequeña venía a San Damián muy seguido, y entre todas la consolábamos. Al final, se quedó acá y ya puedo decir que mi hermana menor es Hermana Menor. También entró mi tía Blanca, que la acompañaba en sus visitas. Esto ocurrió tres años después de la muerte de Francisco.
   Las cosas cambiaron mucho en ese tiempo. Se notó la ausencia del fundador. Entre los Hermanos empezaron a surgir conflictos. Unos, muy fieles a la pobreza, otros no tanto, algunos excesivamente apegados a la tradición del clero, otros con muchas ganas de hacer caminar a la Iglesia por mejor senda. Yo preguntaba a Dios "Señor, ¿qué hago?", y también interrogaba a Felipe, nuestro visitador, y lo enviaba de vuelta con las sugerencias que el Señor me susurraba, para que ellos resolvieran sus problemas. Siempre me agradecían mucho. Tuve que ser fuerte y plantarme muy firme, así los Hermanos limaban sus asperezas.
   Entre medio de las dificultades, todo se amenizaba con las anécdotas de Junípero. Él contaba que cuando estaba en el eremitorio de Monte Casale, había una banda de ladrones por ahí cerca. La gran discusión de los Hermanos era si darles limosna o no. Francisco, que aún vivía, les dijo "Hemos sido enviados para los enfermos, no para los sanos. Id donde los hermanos bandidos y llevadles pan y vino. Leedles la palabra del Señor y haced que prometan no hacer daño a nadie". Al poco tiempo, esos bandidos dejaron de cometer delitos. Incluso, uno de ellos ingresó a la fraternidad.
   En otra oportunidad, Junípero dio limosna a un mendigo, y como lo vio con mucho frío, quiso darle su hábito. Así lo hizo, a pesar de que le tenían prohibido volver a hacer eso. Cuando regresó al convento, se disculpó diciendo:
   -Me asaltaron.
   Así es este Junípero. Regala lo que encuentra, a tal punto que los Hermanos tienen que andar escondiendo las cosas.
   No menos entretenido resultó el hermano Egidio, el gigante tierno, como le decimos nosotras. Una vez vino a presenciar una disertación dada por Alejandro de Hales, prestigioso profesor de la Universidad de París. Yo estoy siempre consiguiendo estas conferencias de Teología, porque me gusta aprender un poco, y que las Hermanas también las reciban. Incluso vienen algunos Hermanos, así fue como ese día estaba Egidio, muy atento, hasta que de repente se levantó de su silla.
   -Dejadme que ahora hable yo -le dijo Egidio al filósofo- y se puso a dar una prédica simple, que tenía bastante relación con lo último que había escuchado.
   Después permitió que la docta clase continuara. Me acordé de Francisco, que una vez dijo "Deseo que mis Hermanos teólogos sean tan humildes que interrumpan su discurso si algún Hermano simple quiere decir su palabra".
   No todas las cosas que pasan ni las noticias que llegan son divertidas. Una vez ocurrió algo que me pareció atroz, y casi me morí del disgusto. Se trata de una bula llamada "Quo elongati", promulgada por el Papa Gregorio, que no sé por qué se ha puesto tan incomprensivo con nosotras, si antes no era así. En ese documento, no sólo toma partido por aquellos Hermanos que reniegan del testamento de Francisco, sino que además nos asestó un duro golpe a las Menores. Obliga a los Hermanos a solicitar el consentimiento del Papa en cada oportunidad que deban visitarnos.
   Me indigné, pues nos estaba quitando un bien preciado. No me iba a quedar así, sin más. Llena de vigor, me dirigí a la cabaña que tienen los Hermanos a poca distancia de aquí, donde siempre se turnan dos de ellos para pedir la limosna dedicada a nosotras. Son los que nos proveen el pan de cada día. Les dije que podían marcharse de ahí, pues ya no los íbamos a necesitar más.
   -¿Cómo? -me dijo uno de ellos-. ¿Qué vais a comer?
   -Nada. Si nos quitan el pan espiritual, que nos quiten también el pan material.
   Y después, instruí a las Hermanas para no recibir el pan.
   Pasamos hambre durante un par de semanas, pero Elías logró que el Papa cambiara la disposición. A partir de ese momento, los Hermanos ya no necesitan el consentimiento del Papa, ahora basta el de su Superior.
   Volvimos a aceptar el alimento que generosamente los Hermanos pedían para nosotras. Yo había quedado al borde de mi voluntad porque teníamos Hermanas enfermas.
   Una noche, Sor Andrea estaba en la enfermería, sintiéndose tan mal que no podía hablar. Desde hacía meses sufría de la garganta, y se llevaba sus manos al cuello, con gran dolor. Le pedí a Felipa que le diera un huevito caliente, pasado por agua, y que me la trajera. Así lo hizo.
   -¿Cómo te empezó esto? -le pregunté a Andrea, en cuanto llegó a la habitación.
   -Primero se enfermó mi alma -ella logró responder, cuando comenzaba a volver a la vida. Todo había comenzado con una vergonzosa tentación.
   Después de esa noche, Andrea volvió a sonreír. Se le fue quitando toda su angustia.
   Llegamos a ser tantas Hermanas en San Damián, que tuvimos que apretarnos para caber en el dormitorio y también en el comedor. Ni aún así hemos podido ser más de 24, simplemente no caben más. Es la forma como Dios nos dice que algunas de nosotras tienen que ir a otros conventos, a enseñar, a ayudar a las que recién ingresan en diferentes localidades.
   La vitalidad de Pacífica causó admiración a las Hermanas de Vallegloria, en Spello. Benedetta fue también a Vallegloria, y cuando volvió me ayudó a escribir la Regla, pues además de ser culta tiene linda letra. Ella estuvo presente cuando León trajo el Breviario de Francisco, porque aquí lo cuidaríamos mejor.
   A las Hermanas nuevas de Asís, yo misma las formo en lo esencial de nuestra forma de vida. Mi prima Amada, que es hermana de Balbina; Francisca, hija del capitán; Inesita, que la criamos nosotras.
   -¿Cómo lo haces para permanecer en oración si te da sueño? -me preguntan.
   -La alabanza... -les digo-, a distintas horas del día.
   -¿Acaso Dios necesita que lo alaben?
   -No, pero eres tú la que necesitas alabarlo para sentirlo.
   Trato de enseñarles la contemplación, como una búsqueda del significado de la propia vida. También compartimos las distintas maneras como sentimos la Eucaristía.
    -Siento cómo Cristo se encarna en mí -señaló una niña muy joven, y me dejó impresionada. Me hizo recordar al hermano Lucas Belludi, que nos ha sido de gran ayuda en Padua. Nos prodiga tal atención, que no he necesitado enviar a ninguna Hermana. Allá se las pueden arreglar.
   Lucas mantiene un hospicio muy cerca de nuestro convento de Arcella, con elementos de curación y primeros auxilios. Muchas personas pobres van a ese lugar cuando están enfermas. Fue precisamente a ese hospicio que Lucas llevó a Antonio cuando éste se sintió muy mal, después que había empeorado su salud, estando en el eremitorio de Camposanpiero. Esa misma tarde murió Antonio, asistido por Lucas.
   Para las Damas Pobres de Praga necesité el apoyo de los Hermanos. En invierno del 1234 conseguí con Elías que enviara a cinco Hermanos para que se establecieran allá. Estuvo muy contento de concedérmelo, pues de esta manera también la fraternidad masculina se va extendiendo a otros países. Y todo esto, gracias a la princesa Inés, la que pudo ser emperatriz, pero prefirió renunciar a toda la riqueza para dedicarse a atender a los enfermos pobres. Vendió sus joyas para construir un hospital. Hubo una ceremonia con gran afluencia de gente el día de Pentecostés, que Inés eligió para su investidura como Hermana Menor. La acompañaban otras seis damas nobles, dando el mismo paso.
   Desde niña pequeña, Inés vivía comprometida a casarse, cuando fuere mayor, con algún importante joven de la nobleza. Ella se encargaba de desbaratar esos proyectos de sus padres, y con el firme propósito de mantenerse virgen. Asistió cierta vez a una prédica de Hermanos Menores que andaban en gira por varios países. Inés se les acercó al final y les preguntó:
   -¿Cómo poder llevar una vida como vosotros, siendo que soy mujer?
   Fue entonces que los Hermanos le hablaron de mí, y de cómo renuncié al siglo para ser una Hermana Menor. La vida cambió para ella en ese mismo minuto, y así empezó nuestro contacto epistolar, a través de estos Hermanos, que empezaron a servir como correo.
   La animo a seguir siendo siempre linda por dentro, y le ruego que siga siempre los sabios consejos del hermano Elías, y se resista a otras influencias de venerables personas, respecto a las propiedades.
   Hace poco murió Felipa Mareri, una gran mujer, que fue incomprendida al comienzo, antes de que su comunidad fuera aceptada por la jerarquía, como perteneciente a nuestro movimiento de Hermanas Menores.
   Otro acontecimiento de gran importancia ocurrió hace pocos años. La situación se puso muy difícil, debido a la férrea oposición de la jerarquía a una vida de pobreza. Estábamos acostumbradas a recibir nuestro alimento desde lo poco que recibían los Hermanos en sus salidas diarias. Cuando esta ayuda empezó a menguar, aumentamos nuestros ayunos. Pude tomarlo como una penitencia, pero cuando la ayuda disminuyó demasiado, tuve que disponer que Hermanas de San Damián salieran a pedir limosna, en grupos de a dos. Creí que eso iba a ser sólo por un tiempo, y que luego volveríamos a la reclusión de la regla benedictina. Sin embargo, la necesidad ha continuado, y no hemos podido retornar al esquema tradicional. Las Hermanas que salen a pedir han necesitado hacer trabajos menores, especialmente en hospitales, para obtener el pan de cada día.
   Me habría gustado salir yo misma, pero mi salud no me lo permite. A veces me siento enferma, y me cuesta subir la escala, como si cargara un pesado fardo. Y me viene fiebre, trayéndome un extraño temblor. Siempre siento a Dios consolándome con ternura.
   A las Hermanas que realizan servicios fuera del convento les pido que vuelvan lo más temprano posible, pero no sin antes haber alabado al Señor por la hermosura de la naturaleza.
   Mi madre murió más pronto de lo que yo suponía que iba a suceder. Elías despidió sus restos en el oratorio, y a mí se me salían muchas lágrimas, recordando mi infancia.
   Por ese mismo tiempo, las beguinas de Santo Ángel de Panzo se incorporaron a nuestro movimiento, transformándose en Hermanas Menores.

         * * *

   En Septiembre de 1240 ocurrió lo de los mercenarios. El ejército del emperador había sido reforzado con una gran cantidad de soldados mercenarios, provenientes del extranjero. Eran de distintos países, tanto de Europa como del norte de África. Gente sin escrúpulos, dispuesta a matar y destruir, sólo para tener qué comer. En aquellas semanas tampoco tenían ni el mínimo sustento, a tal punto que se desbocaron. Un grupo de estos soldados andaba por los alrededores de San Damián, buscando donde meterse a saquear, absolutamente fuera de control.
   Por eso, algunas Hermanas estaban con mucho miedo, porque los mercenarios merodeaban por acá cerca y en cualquier momento podían atacarnos. No era mucho lo que podían llevarse, si acá no tenemos ninguna riqueza, pero estos tipos son capaces de cualquier cosa, raptar, violar, son para ellos asuntos del diario vivir.
   Cierto día en la mañana, sentí bulla, portazos y gritos de hombres, cuando las Hermanas permanecían aún en el comedor. Yo estaba en mi cama porque no me sentía nada de bien.
   -Han entrado los sarracenos... -me dijo Bienvenida, quien venía corriendo-, escalaron los muros.
   -Sé que Jesús nos protegerá -la tranquilicé, a la vez que lo llamaba en mi interior, "¿Dónde estás, Jesús?"
   -Francisca, Iluminada, ayúdenme -grité, dispuesta a salir a encontrarlos.
   Bajé al oratorio y tomé en mis manos la cajita de marfil con adornos de plata, conteniendo las hostias consagradas. Ahí estaba presente el Cristo que nos salva. Llegamos al comedor. Yo, con una energía insospechada, que no sé de dónde me venía. Sin duda, la presencia de Jesús iba a hacer que esos hombres descubrieran lo positivo que hasta ellos mismos tienen, por más malos que sean. Podrán tenerlo escondido, dormido, encerrado, herido, aplastado o agonizante.
   Los mercenarios estaban en el patio, tratando de entrar. Teníamos todas las puertas bloqueadas, pero ellos tienen mucha fuerza, y algunas bisagras empezaban a ceder.
   -Señor, cuida a tus siervas -supliqué a Jesús presente, y su dulcísima voz me respondió en silencio:
   -Yo os cuidaré.
   -Estad tranquilas -dije a las Hermanas-. Jesús está con nosotros, así que no tenemos nada que temer.
   Ellas quedaron tan convencidas de esa presencia salvadora, que los rabiosos hombres que lograron entrar al comedor quedaron paralogizados. No se esperaban eso. Así y todo, uno de ellos me hizo una insinuación indecente. Le hablé, tratando de llevarlo a lo positivo que, con seguridad, habría de tener. El tipo se puso más amable, recordando su infancia junto a su madre.
   Empezó a retirarse, y los otros también se alejaron, sin hacer ningún daño. El que parecía jefe sonrió antes de irse. Pude observar que no todos los soldados mercenarios del emperador eran árabes, contrariamente a lo que había escuchado antes.
   Volví la cajita a su lugar, en el oratorio. Y yo, a mi cama. Todas se vinieron a la habitación. Le pedí a las Hermanas que guardaran el secreto por un tiempo, porque así sería la mejor manera de asegurar que los mercenarios no volvieran. Y que agradeciéramos al Señor que nos ha proporcionado este bello ejemplo vivo para reforzarnos lo que ya deberíamos haber aprendido. Él es muy bueno, viene una y otra vez a enseñarnos. Así fue como me levanté de nuevo y nos fuimos a alabar al Señor en nuestro oratorio, casi el día completo.

 
   38.- Bienvenida en el convento

   Algunos meses después que los mercenarios se metieron en San Damián y se retiraron sin hacernos daño, se pusieron a asediar la ciudad de Asís. La cercaron por todos lados, con nefastas intenciones. Cuando Clara se enteró, nos mandó llamar y organizó una gran oración por Asís, ciudad de la que recibimos siempre mucho bien. Nos explicó en que consistiría nuestra manera de vivir los próximos días. A manera de ejemplo, se sacó el velo, dejando ver su cabello muy corto. Tomó un poco de ceniza y se la echó en la cabeza, de la misma forma que veíamos hacer a Francisco.
   -Con esta ceniza, me reconozco pecadora -exclamó, y nos pidió que todas hiciéramos lo mismo.
   -Permaneceremos en el oratorio -agregó-, pidiendo perdón a Dios, y suplicándole la liberación de Asís y de toda su gente.
   Eso, hicimos, todo el resto del día, gran parte de la noche, y también al día siguiente, hasta cerca del atardecer, cuando fuimos informadas que la tormenta que habíamos estado sintiendo en las últimas horas había hecho estragos en el campamento de los soldados. Éstos tuvieron que huir, todo lo rápido que pudieron. Así fue como se salvó Asís. La gente quedó agradecida, y le otorgó mucha admiración a Clara.
   En especial, los Hermanos Menores le tienen gran estimación a nuestra abadesa porque reconocen en ella a la persona que lucha por enderezarlos. Para qué decir, en San Damián, cómo la queremos. Ella es la que me consuela cuando estoy triste. Siempre la hemos elegido gustosas, y por unanimidad, como nuestra superiora. Hasta la gata del convento, que es muy inteligente, le hace caso en todo.
   A propósito de esas elecciones, las hacemos porque la misma Clara pide efectuarlas, pues tiene la esperanza de ser relevada algún día y poder vivir obedeciendo. Cuando hay votación viene un Hermano garante, nombrado por el provincial. Elegimos también a las Discretas, que son las Hermanas encargadas del discernimiento comunitario. Ellas son las que aconsejan.
   Una vez fui elegida como Discreta. Yo no tenía idea de cómo discernir para el grupo, pero fui aprendiendo. Fue también una experiencia muy provechosa para mi propia vida. A veces, no tenía muy claro cómo actuar, y tenía que basarme sólo en la oración, y de ahí, confiar en la buena escucha.
   Cierta vez, en semana santa, Clara estuvo tan absorbida por la oración, que ni siquiera fue al comedor durante todo el día viernes, y tampoco fue a dormir esa noche. Yo estaba alarmada, sin saber qué hacer. El sábado, Clara siguió en el oratorio, y ya estábamos todas muy preocupadas. Llegó la noche, y tampoco vino a dormir. Yo no podía conciliar el sueño. Supe que era a mí a quien correspondía hacer algo. Cuando estaba próximo el amanecer del domingo le preparé un té y, alumbrándome con una vela, se lo llevé, junto con un pan.
   -Clara -le dije, unas tres veces, hasta que reaccionó-, tómate esto que te hará bien.
   Clara estaba como si viniera despertando, aunque no estaba dormida.
   -¿Ya llegó la noche? -preguntó Clara, muy extrañada.
   Entonces le dije que había estado así dos días completos y que ya era el día de la resurrección. Se puso muy contenta. Traté de que me contara un poco de ese mundo en que había estado tan absorbida. Me respondió algo así como el entorno de la pasión de Jesús. Y me habló de la contemplación, que yo no entiendo tanto como ella. Me mencionó el conocimiento intuitivo, y de cómo puede una ver lo esencial.
   Es que Clara es única. Recuerdo una vez, cuando yo venía llegando de vuelta del hospital, con mis pies llenos de barro, Clara se ofreció para lavármelos, con mucha humildad. Al terminar, ella bajó su cabeza para besarme el empeine. El instinto me hizo mover de ahí mi pie y le pegué a Clara en un ojo. Me sentí tan mal que me deshice en palabras de disculpa. Me cuesta mucho aceptar expresiones cariñosas.
   Eso ocurrió pocos meses después del accidente que se produjo cierta vez, cuando Clara estaba inspeccionando un portón en mal estado, y se le cayó encima. Angeluccia trató de rescatarla de ahí, pero sola no podía. Nos llamó a gritos, y acudimos todas. Clara, aplastada por esa mole de pesados fierros, no parecía estar incómoda. Logramos levantar la puerta entre varias, durante cerca de un minuto, y las otras sacaron a Clara hacia un lado para ponerla a salvo. Después de descansar un instante se sentó y se puso a conversar como si nada hubiera pasado. Hasta se paró y dio unos pasos cojeando. Nos dejó convencidas de que estaba bien, pero yo creo que muy adolorida. Los Hermanos de la limosna, que nos proveen de alimento, también acudieron pronto y levantaron la puerta que, aún estaba en el suelo. También la afirmaron bien, y repararon las bisagras al día siguiente.
   Uno de ellos era Junípero, que desde hacía pocas semanas estaba de vuelta en Asís, después de haber estado a punto de morir en Viterbo, a manos de Nicolás, poderoso y cruel señor. Todo porque una vez se le ocurrió salir solo del convento y se dirigió a una ciudadela dominada por Nicolás. Inmediatamente fue apresado por los vigilantes, más que nada por el aspecto pobrísimo de Junípero. Lo registraron y le quitaron sus herramientas de trabajo como zapatero, un punzón y una lezna que a estos hombres brutos les parecieron armas. Después de torturarlo lo condenaron a morir. Se enteró toda la gente, y también el Hermano guardián de Viterbo, quien acudió con rapidez y pudo evitar esta ejecución, y volver con Junípero al convento. Por el camino le llamaba la atención, por ser tan ingenuo e imprudente.
   Este Junípero es un caso especial. Es el que se columpia en la plaza con los niños. Nos contó que una vez estuvo varios meses sin hablar, por penitencia, cada día con la ayuda de un santo distinto. En otra ocasión, dio de limosna unas campanillas de plata que adornaban el altar. Después tuvo que justificarse, diciendo que eran un adorno innecesario, símbolo de la vanidad. Lo retó delante de todos el Hermano superior, Juan Parenti, con tanto énfasis que quedó ronco. Esa noche, Junípero llegó a la celda del hermano Juan, llevándole una escudilla con un preparado de harina y manteca, muy bueno para la ronquera. El superior lo rechazó, pero tuvo que recapacitar. Aceptó con la condición de que se comieran eso entre los dos.
   Creo que son los más pequeñitos los que tienen la palabra de Dios para los demás. Es así como Él nos guía.

         * * *

   Cuando se cumplieron 35 años de nuestra llegada a San Damián, dejamos de lado por ese día el ayuno que nos tocaba. Es que celebramos en grande. El hermano Felipe hizo un recuerdo de nuestro inicio, que nos parecía haber sido ayer.
   Me sumergí en mis evocaciones. Con Clara, nos conocimos en Perugia, cuando niñas. Soy casi pariente; en la práctica, lo soy. Sus tíos me recogieron de la calle, los pormenores los supe después, cuando estaba más grande. Vengo de la pobreza. Me encontró la mamá de Felipa un día, por pura suerte, dicen que yo lloraba en un canasto. Las autoridades no quisieron hacerse cargo, y por eso fui admitida en la casa de esa señora. Me bautizaron como Bienvenida, para así acogerme con la mejor disposición. De niña, fui como una sirviente, pero también como amiga casi hermana de las niñas. Un día llegaron los Offreduccio de Asís, que estaban siendo perseguidos por los rebeldes. Tengo la misma edad que Clara. Nos hicimos muy amigas. Fueron meses inolvidables, de gran felicidad, a pesar de lo complicado de su situación. Pasó el tiempo, y en cuanto me contaron que Clara se había ido de su casa para juntarse con los Menores supe con certeza que yo también me iría para allá. Lo hablé con mucha franqueza en la familia, con lágrimas de gratitud, porque me regresaron a la vida cuando yo estaba botada sin poder defenderme. Agradecí todo lo que me dieron, y que me hayan enseñado a leer y escribir, aunque nunca he podido retratar las palabras tal como son. Partí hacia Asís sin equipaje; sólo con lo puesto, y fui muy bien recibida en Santo Ángel. Mi presencia sirvió para que la balanza se inclinara hacia la bendita osadía de venirnos a San Damián.
   He sido feliz. Clara es extraordinaria. Un día se lo dije, arrodillada, aunque ella me hizo levantarme del suelo. Me he dedicado a ser como si fuera servidumbre, porque es lo que estaba acostumbrada. Clara dispuso que las labores de servir se turnaran entre todas; así se hizo. La mayor parte del tiempo era como estar de vacaciones. Un día llegó Felipa. Fue un gran encuentro. Nuestra vida acá parece monótona e inútil ante los ojos de la gente. Sin embargo, cada día trae una novedad. La oración nos acerca a lo divino. Hacemos muchos trabajos de costura y bordado para los templos y los presbíteros.
   Ya quedó muy atrás lo de los sarracenos. Clara no está muy bien de salud. Va y viene de su parcial postración. Ese día estaba bien, o trató de aparentarlo. Siempre alegre y sonriente, cantando. Mi vida no es nada sin ella.
   -Dios nos invita a seguir avanzando -dijo Felipe, al terminar.
   Pienso que está hablando cada vez mejor este Felipe. En esa oportunidad teníamos alimento de sobra que habíamos conseguido por tratarse de una magna celebración. Sin embargo, nuestra realidad habitual no es esa. A los pocos días tuvimos el reverso de la medalla.
   Sólo quedaba un pan, grande pero uno solo. Cecilia, la encargada de la despensa semivacía, dijo que no iba a alcanzar para todas, ni menos para convidarles a unos Hermanos que habían llegado con motivo de una de las charlas de teología que vienen a darnos de vez en cuando. Clara bendijo el pan, rezó un padrenuestro y le pidió a Cecilia que cortara el pan en 26 tajadas, una para cada comensal. Así intentó hacerlo Cecilia, pensando que sería imposible. Sin embargo, a cada corte el pan partido seguía estando listo para otra incisión. Al final, alcanzó para todos.

         * * *

   Clara es realmente milagrosa. Una vez me curó para siempre de mi afonía, que no se me quitaba con nada. Lo más extraño es que primero soñé que iba a ocurrir esa curación, y días después se me acercó Clara, plena de su oración, y me hizo la señal de la cruz en mi boca y en el cuello. Desde ese día fui sanando de a poco.
   Lo milagroso de Clara quedó de manifiesto en la Navidad pasada, año 1252, estando Clara muy enferma. Partimos las demás Hermanas a la celebración eucarística de Nochebuena que se celebró en la Basílica de San Francisco. Habíamos conseguido ese permiso especial, por tratarse de la Navidad. Clara tuvo que quedarse en cama.
   La ceremonia estuvo muy linda. Los Hermanos cantaban salmos, y eso era una música que nos transportaba al cielo, sin abandonar el lugar. El hermano León dijo la misa y la prédica, con la sabiduría que lo caracteriza. Una gran celebración, como yo no había visto nunca antes.
   Al volver a San Damián, queríamos contarle todo a Clara, pero ella nos ganó la palabra. Fue Clara la que nos relató la ceremonia, los salmos, las palabras de León.
   -¿Pero, ¿cómo lo sabes? -le pregunté-, acaso fuiste, así como estás de enferma?
   -No. No fui hasta allá por mis pies, pero es como si hubiera estado.
   Y nos explicó cómo, estando en oración profunda, escuchó todo lo que estaba pasando en ese templo, a kilómetros de distancia. Hasta vio el pesebre que los Hermanos habían construido. Supongo que en ese espejo del cual Clara siempre nos habla.
   Nuestra abadesa es una persona que está muy cerca de Dios. Cuando la veo en oración, me maravilla su resplandor, tan intenso que parece fuego.

 
   39.- Clara en su retorno al Padre

   Ahora que estoy próxima a morir, me ha dado por recordar. Tantísimas cosas, unas importantes y otras no. La mayoría de ellas son vivencias que me alegra haberlas tenido. También siento un poco de frustración cuando miro lo que ha estado pasando desde hace unos doce años. Dificultades con el Papa Gregorio, el que fue nuestro querido Ugolino, y no sé cómo adquirió una fuerte tendencia a rechazar nuestro movimiento, me refiero a la parte femenina de éste, las Hermanas Menores. Tardó mucho tiempo en reconocer como Damas Pobres a las seguidoras de Felipa Mareri, después que murió esta mujer tan santa.
   Han ido surgiendo muchos conventos de Hermanas Menores, algunas de ellas un poquito rebeldes, y tienen razón porque... ¿cómo vamos a aceptar que pongan el pie encima de lo más sagrado que tenemos? ¿Acaso hay que aceptar todo, todo, todo, todo..., o existen límites? Es cierto que por humildad y obediencia hemos aceptado muchas restricciones que no están en nuestro ideal, pero en lo que es esencial algunas Hermanas han querido ser auténticas. Salen a pedir limosna, lo cual disgusta a la jerarquía. Lo hacen vistiendo nuestro hábito, pero a pie pelado porque son tan pobres que no tienen para comprar zapatos. Ésa es la vida que buscamos. Pues bien, el Papa emitió varias bulas a diferentes regiones del mundo, despreciando a estas mujeres y dando instrucciones de no considerarlas Damas Pobres, como él nos dice. Sin embargo, lo son. Les llaman las Hermanas ambulantes.
   En otras comunicaciones se establece que la fundación de monasterios de Hermanas Menores sólo puede hacerse con la autorización del respectivo provincial franciscano. Eso me parece muy bien.
   Después que asumió el nuevo Papa Inocencio IV, emitió una nueva Regla para nosotras, en la cual se mantiene la licencia para que los Hermanos Menores entren en nuestros conventos a ejercer la cura de almas y también trabajos manuales. Es así como ellos nos traen la palabra de Dios, y los que son presbíteros nos administran los sacramentos. Sin embargo, esta regla no la he podido aceptar, por varios motivos esenciales, por ejemplo, se permite la existencia de Hermanas sirvientes, y eso va contra nuestra forma de vida. Es por eso que, con la ayuda de Bienvenida redacté una nueva regla y aún espero que el Papa tenga a bien aprobarla, lo que le he pedido con mucha humildad, en reiteradas oportunidades. Esa regla dice que las Hermanas que prestan servicio fuera del monasterio no deben permanecer fuera más tiempo que el necesario.
   Hasta nos visitó el Papa Inocencio, en cierta ocasión, aprovechando un viaje que realizó a la Umbria. Por supuesto, le recordé lo del documento que tanto me interesa que se apruebe. Él siempre me dice que soy una santa..., pero la aprobación de la regla se sigue demorando. Preparamos un almuerzo frugal para el Papa y los cardenales que lo acompañaban.
   Uno de los recuerdos más notables de esta última época es la visita que me hizo Elías, tan deprimido como estuvo Francisco casi treinta años antes, y también vino a mí esa vez.
   Elías fue una persona excelente, a quien siempre admiré. Perfecto no era, pues nadie lo es. Cuando llegó a San Damián esa tarde, sentí que el pobre se estaba muriendo de pena. Me reuní a solas con él, en el patio, para que estuviéramos visibles en todo momento, pero no nos escucharan.
   -Me alegra verte -empecé diciendo.
   -Yo no estoy nada de alegre, Clara, al contrario, ya no sé qué hacer.
   -Cuéntame, ¿qué te pasa?
   -Soy un incomprendido. Muchos Hermanos me rechazan.
   -Y muchos otros te quieren bien.
   -¡Estoy excomulgado! -exclamó Elías después de contarme muchas otras penas, no tan importantes, según me pareció.
   -Ya lo sabía, y pienso que fue algo muy injusto.
   -Clamo al nuevo Papa Inocencio para que me levante tan horrible castigo... Y no he obtenido ninguna respuesta.
   Le prometí seguir orando. A esta altura, los dos llorábamos. Yo trataba de ser fuerte y mantenerme serena para poder ayudarlo.
   -Explícame cómo lo sientes -le pedí, y me dispuse a escuchar.
   Elías me siguió hablando, del papa Gregorio, del emperador Federico, de su amigo Cesáreo, y de otras personas. Se fue tranquilizando. Le hizo bien contarme todo esto. Después, le hice muchas preguntas para que él mismo fuera encontrando las respuestas que necesitaba. De repente, se iluminó su rostro, y me dijo:
   -¡Gracias!
   Fue como si yo lo hubiera sacado de su estado de postración. Talvez algo de lo que le dije resonó en él. Cuando se retiró de San Damián estaba mucho más tranquilo y hasta sonriente. Y con ánimo para seguir luchando por su última causa, que era la de reconciliarse con la jerarquía de la Iglesia.
   Un tiempo después, supe que lo consiguió, poco antes de morir. Elías se fue al Padre demasiado pronto. No parecía que iba a ser así. Sentí mucho esta muerte, y se la comuniqué a las Hermanas de otras regiones. Entre ellas, a Inés, abadesa en Praga.
   En mi última carta me atreví a enseñar a Inés lo del espejo, que hace visible lo invisible. Es una forma de oración, en que miro a Jesús como si estuviera dentro de un espejo, en imagen visible aunque no corpórea. Es lo que llamo espejo de la eternidad, porque en él puedo ver todas las realidades que me trascienden.
   El año pasado nos visitó el cardenal Reinaldo, nuestro protector. Le di a conocer la nueva regla que quiero sea impuesta en nuestra fraternidad. Lo hice a través de una copia que efectuó Bienvenida, con mucho cariño, antes de enviar el original al Papa. El cardenal quedó impresionado y abogará por nosotras.
   Ahora que estoy por morir, he escrito mi testamento espiritual. En él digo a las Hermanas, las que están y las que han de venir, que Dios nos ha dado una misión en esta vida. Les hablo un poco de lo que fue mi vida, y de la oración, en especial la del espejo. También las llamo a la gratitud por todos los dones de Dios, y les recuerdo la pobreza que nos enseñó Francisco. Que las Hermanas crezcan en el amor de Dios y en la mutua caridad. La senda es estrecha, la puerta es angosta, y hay que perseverar siempre.
   Estoy tan enferma, que ya no puedo levantarme de la cama. Las Hermanas me cuidan amorosamente. También vienen algunos Hermanos y me leen los evangelios. Ángel trata de consolarme en mis dolores. León besa mi almohada. Junípero me hace reír con sus historias.
   Caterina está de vuelta. Aunque ella también está un poco enferma, ha venido para estar conmigo en estos momentos finales.
   -Hermanita...
   -Hermanita... -nos abrazamos llorando.
   Hasta el Papa ha venido a verme. Él está residiendo en Perugia, que no es tan lejos. De todos modos, es un honor que haya venido. Intento besar sus pies, pero no puedo, ni él lo permite tampoco.
   -¿Está aprobada la regla? -pregunto, ansiosa.
   -Bueno, tú sabes que esto requiere tiempo...
   -Ha sido mucho el tiempo y ya se está terminando.
   -Te prometo que exigiré a los cardenales que se apuren.
   No he podido obtener más que eso, pero confío en Dios. Él no me abandonará. Lamento no haber podido darme a entender en cuanto a la forma de vida que queremos las Menores. No es la forma convencional.
   Me duele todo, pero no importa. El Señor me ha dicho que pronto he de irme al otro ámbito, donde estaré muy cerca de Dios. No sé cuántos días me quedan. Trato de dejar todo dispuesto en San Damián. Todo andará bien. Mis niñas han de continuar. Cada una aportará lo suyo. A Dios le gusta mostrarse con muchas caras distintas. Soy fiel a lo mío, pero acepto que otros rostros sean distintos. Me gustaría dejar nuestra regla como una instancia válida. No quiero llegar sin esa tarea hecha. Pero, si no se pudo lograr, por lo menos hice todo lo que pude, y me gustó hacerlo. Estoy contenta. La gente me quiere mucho. He tenido encuentros con Jesucristo. He disfrutado el camino.

         * * *

   Después que transcurren dos semanas, el Papa vuelve a San Damián. Viene sonriente. Me entrega un papel, un importante documento. Es León quien me lo lee. Me lleno de alegría. La regla ha sido aprobada. ¡Qué felicidad! Le doy las gracias al Papa, y le pido su bendición.
   -Soy yo el pecador. El Señor es contigo -declara el Papa, emocionado y me absuelve de mis pecados.
   Sé que me queda muy poca vida. Mi cuerpo ya no me permite comer. Transcurre otro día más. Hoy es San Rufino, patrono de Asís.
   Me parece estar viendo a Jesús, quien me muestra un camino de luz. Sé que esa luz es la fuerza creadora de Dios.
   -Gracias, Señor, por haberme creado -exclamo en voz alta.
   Veo venir diez doncellas vestidas de blanco, ceñidas con una franja dorada, y con coronas de flores sobres sus cabezas. Cada una trae una lámpara encendida. Una de las vírgenes sobresale entre todas, por su gran resplandor. Avanza radiante hacia mí. Mis labios pronuncian unas palabras:
   -Ve segura, pues llevas la mejor escolta para tu viaje. El Creador te ama con ternura.
   Yo sé que es la Virgen la que me ha hablado usando mi propia voz para ello.
   -¿Con quién hablas? -me pregunta la hermana Anastasia.
   -Hablo con mi alma -respondo.
   La Virgen se inclina hacia mí y me cubre con un manto luminoso. Es entonces que siento como si la cama se estuviera yendo hacia abajo. Puedo observar la escena. Las Hermanas lloran y la Virgen las consuela. Veo que el hermano León cierra los ojos fijos del cuerpo que yace en la cama. Esos ojos que fueron míos, y ya no pueden ver.
   Todo se oscurece por unos instantes. Una tímida luz de alba aparece en el horizonte. Me rodea una naturaleza bellísima. Estoy en mi edad juvenil y visto ropas de princesa. A lo lejos, alguien me espera. Voy hacia él. Es un joven, vestido con ropas de príncipe. Es Francisco. Sonriente y sereno, recibe mi mano en la suya, y así iniciamos un nuevo camino, por un sendero de luz.

 
   40.- Buenaventura

   Un hecho notable que ocurrió en mi infancia marcó mi vida completa. Y para bien. Yo vivía con mis padres en un pequeño pueblito toscano, y me vino una enfermedad abdominal que me deshidrató y me tuvo muy cerca de la muerte. No me acuerdo tanto porque debo haber tenido unos cuatro años, pero me lo han contado muchas veces. El médico dijo a mi padre que yo, su hijito, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir al mal que me aquejaba. Quiso la buena suerte que el hermano Francisco pasara por nuestra aldea, en esos precisos días. Él ya estaba muy enfermo y retirado de la administración, pero no del pastoreo. Mi madre acudió a la plaza a escucharlo, y le rogó que nos visitara. Francisco accedió, con muy buena voluntad, y llegó hasta nuestra pequeña casita. No sólo consoló a mi mamá, sino que hasta me tomó en brazos y rezó por mí. Con sus santos dedos hizo una señal de la cruz sobre mi vientre y me volvió a poner en mi cama. Mi padre ofreció a Francisco quedarse a alojar en nuestra casa, con los otros dos Hermanos que andaban con él. Mi madre les preparó algo de comer. Ellos nunca han tenido apuro, así que se quedaron, y tuvieron oportunidad de ver, al día siguiente, que yo estaba mucho mejor, y hasta brincaba y cantaba.
   -¡Buena ventura! -exclamó Francisco al verme, y desde entonces ése fue mi apodo, aunque mi nombre original es Juan.
   De niño, ya me sentí muy cercano a los Hermanos Menores. En mi adolescencia fui varias veces a conversar con ellos. A los 22 años me incorporé a la fraternidad, y adopté definitivamente el nombre de Buenaventura.
   Me gusta escribir, y también predicar y enseñar. Tratar de descubrir lo esencial y presentarlo a los demás. Desde que Francisco me sanó cuando yo estaba por morir, he vivido algo especial en torno a él. Una gratitud que mi madre alimentó. Francisco murió poco después. Es como si yo hubiera heredado la vitalidad de él, pero no sus otras características, pues yo no soy capaz de tanto sacrificio ni tanto desapego. Soy una segunda generación, distinta a la primera. Así veo mi responsabilidad.
   Meses antes de mi entrada a la comunidad, había fallecido el Papa Gregorio IX, lo cual dio pie a algo insólito. La situación política estaba tan complicada, que el emperador quería tener pronto al sucesor de Gregorio, pero como los cardenales demoraban mucho en llegar a un acuerdo, éstos fueron encerrados en condiciones de incomodidad y sin más comida que la indispensable. Todo esto, para que saliera luego el resultado. Más de 50 días estuvieron sufriendo los cardenales en esta forzada y extensa reunión que se denominó "cónclave", hasta que eligieron un Papa. Éste se llamó Celestino y murió a los pocos días. Aunque oficialmente se dijo que había enfermado de gravedad debido a las duras condiciones del cónclave, no todos creyeron eso. Circularon rumores de que el nuevo Papa había sido envenenado, lo cual nunca se aclaró bien.
   Los cardenales decidieron escapar de Roma para no ser sometidos otra vez al suplicio que les significó el cónclave. Nos quedamos sin Papa por un buen tiempo, y así estábamos cuando entré a los Menores. Casi dos años después pudo celebrarse un cónclave más digno, y se eligió a Inocencio IV.
   Por ese tiempo, yo era muy exigente conmigo mismo. Muchas veces no iba a comulgar por encontrarme en pecado, aunque para otros pudiera considerarse como algo leve. Sané esta dificultad una vez que sentí como si Jesús me hablara, muy triste, diciéndome "¿por qué me rechazas?". Y yo en silencio trataba de explicarle mis motivaciones. Entonces Jesús me respondió, con mucha claridad "crees que te estás castigando a ti mismo, pero me estás castigando a mí". Me di cuenta que Cristo quiere entrar en mí, necesita que yo aporte mi voz para que Él diga su palabra, y necesita mis brazos para que, con ellos, Él pueda abrazar a la gente. Entonces, me levanté de mi asiento, fui a recibir el cuerpo de Cristo y le prometí nunca más negarme a recibirlo.

         * * *

   A poco de entrar a la fraternidad, que ahora le llaman "Orden", fui enviado a estudiar teología y filosofía a la Universidad de París. Ahí conocí a Tomás de Aquino, con el cual fuimos muy amigos. Tuvimos profesores excelentes, como el inglés Alexander, y el dominico alemán Albert von Lavingen, que fue un poco incomprendido debido a su gran apertura. Yo esperaba encontrarme con profesores muy rígidos, de esos que no aceptan nada que parezca un poco distinto a lo tradicional. Pues, Albert era exactamente lo contrario.
   Mi año de noviciado lo pasé casi completo en París, y tenía que ir cada cierto tiempo al convento de esa ciudad a entrevistarme con el Hermano guardián, un testimonio vivo de la forma de vida que instauró el santo Francisco.
   Cuando le conté a Tomás lo que sé de mi niñez, él también me contó algo de su adolescencia. Casi se puede decir que estuvo prisionero de su familia para que no ingresara a los dominicos. Sus perversos hermanos mayores lo tenían dominado. Para vencerlo quisieron que cayera con una mujer exquisita y se la pusieron en la pieza. Tomás venció la tentación y echó a la mujer con un tizón ardiente.
   En ese tiempo de estudiante tuve que viajar a Asís varias veces. Por ejemplo, con motivo de la muerte del hermano Bernardo, que fue el primer seguidor de Francisco, en el comienzo de nuestra comunidad. Al morir estaba acompañado de León y de Egidio, que también son de los más antiguos. León me contó que consagró un pan y un vaso de vino y lo compartieron en esos últimos instantes.
   A estas alturas Egidio, que nunca tuvo mucha instrucción, estaba siendo un maestro de oración. ¿Cómo aprendió? Simplemente, rezando, sin ningún tipo de traba teológica. Enseñaba la perseverancia, que es lo esencial en la oración, y también el recogimiento y la profundización. Y lo hacía en forma sencilla. Una de sus frases era "Es meritorio hablar bien, pero mucho mejor es callar bien".
   También asistí a un Capítulo importante que hubo en Francia, en 1247. Un tema en tabla fue la división que en esos años ya empezaba a insinuarse en nuestra fraternidad. Unos eran muy apegados a la santa pobreza y mendicidad, aprendidas de Francisco. Otros, en cambio, estaban por relajar un poco la forma de vida y estar más en los conventos, en oración.
   Ambas mociones tienen mucho valor, y yo nunca justifiqué que estuvieran en pugna. Lo mejor sería no llegar a posiciones extremas. Las Hermanas de San Damián, que eran muy escuchadas y respetadas en su sabiduría, hacían lo que podían por mantenernos unidos. Un gran conciliador era Juan de Parma, un hombre de unos cuarenta años, fiel a Francisco, y con muchos estudios, siempre luchó por la unión en la comunidad. Era tan querido por casi todos, que el Capítulo lo eligió Ministro General. Ejerció el cargo de la mejor manera, en fidelidad al testamento de Francisco y conciliando aquellas posiciones que tendían a ser extremas.
   Juan de Parma quiso visitar todas las comunidades, en los distintos países, y por eso realizó viajes, siempre en condiciones de pobreza. Soportaba largas caminatas, y llegaba a ayudar en los trabajos menores.
   Mientras tanto, con Tomás nos doctoramos en la Universidad, y nos transformamos en maestros, lo que no gustó a los demás profesores que nos menospreciaban por pertenecer a órdenes mendicantes. Consideraban que nuestras comunidades no deberían tener derecho a enseñar. De hecho, se produjo un grave conflicto cuando los alumnos decidieron tomar partido, unos por nosotros y los demás por los maestros tradicionales. Cuando empezaron a enfrentarse, con huevos y tomates, vimos que el asunto estaba tomando un tamaño desproporcionado, y decidimos renunciar. En esa oportunidad pronuncié un discurso que despertó la admiración de muchos, a tal punto que se produjo un consenso en dejarnos hacer clases. Así, el conflicto llegó a su fin.
   Tomás decidió continuar estudios en Colonia, para ordenarse como presbítero. Llegó de vuelta, hablando tantas maravillas que me convenció de hacer yo también algo similar. Me ordené en París, pero no me he sentido digno de tan alta investidura, y he preferido vivirla en bajo perfil.
   Mi vida empezó a estar tranquila, por muy poco tiempo. Seguí en París, haciendo mis clases, pero viajando a Italia cuando podía. En uno de esos viajes a Italia, fui a Cortona a ver a Elías, que estaba sufriendo mucho por su excomunión y por la campaña de desprestigio que algunos malintencionados emprendieron contra él. Me encontré con un hombre envejecido y enfermo. Nos saludamos con alegría.
   -Elías -le dije-, tú eras el hombre más importante después del emperador... y del Papa, claro.
   -Esos tiempos ya pasaron. Ahora estoy excomulgado, pero de todos modos he tenido actividades encargadas por el emperador.
   -¿Sí? Cuéntame.
   -Fui a Oriente en misión, a Constantinopla y Nicea, tratando de reconciliar a los emperadores.
   -¿Y... tuviste éxito?
   -Parcialmente. Faltó la colaboración del Papa Gregorio.
   -En Constantinopla -agregó Elías, después de un silencio- me regalaron una reliquia, de la Santa Cruz de Jesucristo. La traje a Cortona. Está en el templo que construimos acá. En Cortona me han tratado muy bien.
   -Tengo entendido que el dinero para la construcción fue puesto por el Comune.
   -Y también el terreno.
   -Te extrañamos, Elías, ¿cuando irás a Asís?
   -Cuando recupere mi buen nombre. Piensa que cualquier hecho vergonzoso que ocurra en la Orden, me lo cargan a mí. Estoy desprestigiado... injustamente.
   -Tenemos que aclarar tu situación, de una vez por todas.
   -He tratado de mil maneras que el Papa me levante la excomunión.
   -Me entrevistaré con el Papa. Voy a ayudarte en esto, hasta donde pueda.
   -Gracias, Buenaventura. Tú tienes llegada con el Papa.
   -Sí. Lo haré. Te lo prometo.
   Nos despedimos con afecto, y desde ese día me puse a pensar cómo hacerlo. Estudié los antecedentes que hay al respecto. Fui a Roma y pedí audiencia con el Papa. Le planteé el caso, y le pedí que levantara la excomunión a Elías, pues era injusta. Le expliqué mis motivos, con buenos argumentos. El Papa dijo que lo estudiaría.
   Esa vez, no logré nada, pero no me di por vencido. Al año siguiente insistí en mi petición, esta vez imploré al Papa, y me prometió estudiarlo. Fue en el invierno del famoso año 1253, que logré, en una nueva audiencia, que el Papa levantara la excomunión. Se lo agradecí, y partí lo más rápido que pude a Cortona a dar la buena noticia a Elías. Estaba moribundo. Se alegró mucho.
   -Gracias, Buenaventura, ya puedo morir tranquilo.
   Luego de dos meses murió Elías, y fue sepultado con honores en Cortona.
   Poco tiempo después, en el mismo año, murió Clara en San Damián. Una santa mujer que influyó mucho en el comportamiento de nuestra comunidad masculina. Siempre respetamos su buen criterio y la sabiduría que le daba la oración.
   Las Damas Pobres comunicaron esta noticia a los conventos femeninos, que hay en casi toda Europa. La hermana Benedetta asumió como abadesa en San Damián.
   Saludé a la hermana Caterina, que estaba sumida en gran tristeza, recordando vivencias de su infancia. A los quince días murió ella también.
   Acudió tal cantidad de gente al funeral de Clara, incluyendo al Papa y los cardenales, que el alcalde tuvo que poner soldados para velar por el orden público.
   También llegó muchísima gente cuando murió Caterina, pero esta vez no hubo soldados cuidando el orden. Una escala de acceso cedió al peso de la inusitada concurrencia, y se derrumbó sobre las personas que estaban abajo. A nadie le pasó algo más que rasmilladuras o pequeñas contusiones. Esa circunstancia de la fortuna fue considerada como un milagro.

         * * *

   En la Universidad de París se volvió a desatar un rechazo a los maestros que pertenecemos a órdenes mendicantes. Apareció un libro escrito por Guillaume de Saint-Amour, especialmente para atacarnos. Tuvimos que suspender nuestras clases porque el ambiente estaba horrible para nosotros. El volumen se difundió y atentó contra la existencia de nuestras comunidades. Me apuré en terminar el libro que estaba escribiendo yo, "Sobre la pobreza de Cristo". Sirvió como respuesta. El Papa Alejandro IV y sus cardenales se pusieron a analizar el problema, que ya había alcanzado gran magnitud. Juan de Parma se presentó en esas reuniones para defender nuestra fraternidad franciscana. Al final, fue condenado el libro de Saint-Amour, y pudimos volver a nuestras cátedras.
   Sin embargo, el prejuicio en contra de la pobreza de nuestra comunidad quedó instalado y siguió actuando. Incluso, dentro de la propia Orden se produjo una fuerte polarización entre los defensores de la pobreza original y los renovados que la rechazan. Entre medio estamos los moderados, que sin ser tan pobres como los primeros seguidores de Francisco, aceptamos de buen grado estar con ellos. Reconozco que esto no es fácil para nadie. He tenido que viajar mucho para conciliar las posiciones en los distintos monasterios de Menores. Y en los tiempos libres me las arreglé para escribir varios tratados, algunos de teología mística y otros comentando las Escrituras.
   La polarización en nuestra comunidad hizo crisis a raíz de un libro que escribió un Hermano Menor, teólogo, Gerardo de Borgo San Donnino, pretendiendo enaltecer el carisma de Francisco y sus primeros seguidores. Sin embargo, su intento erró el camino, pues se basó en las enseñanzas de Joaquín de Fiore, que estaban muy desprestigiadas.
   Joaquín de Fiore, que vivió en el siglo pasado, fue un monje rebelde, estudioso. Escribió una obra, con intención profética, anunciando una nueva era, en que la Iglesia dejaría de ser una institución rica y organizada como jerarquía de poder, para transformarse en una iglesia de monjes pobres que conducirían a los pueblos hacia un renacimiento espiritual. Si bien, se trata sólo de un inofensivo buen deseo, la jerarquía de la Iglesia de la época se sintió amenazada y condenó esta enseñanza como herética. Esto último ocurrió en 1215, cuando Fiore ya había muerto.
   Gerardo de Borgo, convencido de que Francisco marcaba el inicio de la nueva era, enarboló una bandera difamada, con muy buena intención, pero sin ninguna posibilidad de éxito. De hecho, los inquisidores lo andaban buscando y hubo que esconderlo en un eremitorio, sin que nadie supiera dónde. La persecución tuvo un efecto inverso al que se proponían, pues suscitó un fervoroso apoyo a las ideas joaquinistas.
   Fueron años difíciles, en que hubo fuertes presiones de la jerarquía en la persona de nuestro Ministro General, pues consideraban que Juan tenía mucha consideración con los joaqunistas. Hasta que llegó el año 1257, en que se convocó a un capítulo extraordinario, en pleno invierno, en el convento Ara Coeli de Roma. Juan de Parma fue forzado a dimitir. Aún cuando la asamblea no quiso aceptar esa renuncia, Juan insistió, pues estaba absolutamente vetado por el Consistorio. La comunidad presente le pidió que él mismo designara a su sucesor. Así fue como me vi, de un minuto para otro, con el cargo de Ministro General, pues así lo decidió Juan. Tuve que improvisar un pequeño discurso, pues para mí fue una sorpresa.
   -Esta carga es muy pesada para mí -empecé diciendo-, pero la asumiré con responsabilidad porque sé que el Señor me guiará. Yo no tengo ninguna experiencia en administración, ni me gusta tampoco, pero no me opondré a la voluntad de Dios. Confío en la ayuda que vosotros me daréis.
   Dejé la Universidad, para abocarme por entero a dirigir los pasos de la Orden. Siempre he tratado de hacerlo con prudencia, e invocando la sabiduría de Dios. No era fácil armonizar un pueblo cristiano que se había tornado tan heterogéneo. Escribí cartas a todos los provinciales, invitándolos a mejorar los valores de la vida fraterna.
   Pocos años después, un nuevo Papa, Urbano IV nombró inquisidor general a un antiguo conocido nuestro, el cardenal Gaetano Orsini, que había sido protector de los Menores, así que el asunto nos complicó bastante. En ese momento, lo principal era no dar motivos a los inquisidores para que metieran sus narices en nuestra Orden, y si lo hacían, me era menester apaciguarlos sin molestar a los cardenales.
   Volvimos a caer en crisis cuando pretendieron llevarse a Juan de Parma. En el primer instante logré que desistieran, pero como no sabía hasta cuando sería eso, conversé con Juan.
   -Juan -le dije-, estás como sospechoso de herejía.
   -Yo no soy un hereje.
   -Ya lo sé, pero... eso no es lo que más importa. Si caes en sus manos te pueden condenar a muerte.
   -¿Crees que sea para tanto?
   -A lo menos, te someterían a tortura antes de preguntar nada.
   -Ese tipo de barbarie ya no ocurre en el mundo.
   -Lamentablemente, ocurre...
   Insistí a Juan que tenía que irse urgente a un eremitorio, y que nadie supiera dónde. Y que no saliera de ahí, por ningún motivo. Al fin, accedió, muy a tiempo porque los inquisidores volvieron a buscarlo. Por el momento, Juan quedó a salvo. Espero que nunca lo encuentren.
   Yo veía con horror cómo los franciscanos estaban divididos en dos bandos que parecían irreconciliables. En todo momento he intentado conciliarlos, buscando lo bueno de cada uno, y destacando lo que tenemos en común. Todos amamos a Jesucristo y todos queremos que nuestra iglesia cristiana vuelva a ser la original.
   También veía con espanto cómo en nuestra querida iglesia empezaba a agudizarse la intolerancia a pensamientos distintos, en tal grado que están imperando la violencia y el abuso. No es posible denunciarla si no es en una voz bien bajita. ¿Cómo combatirla? Me debatía pensando cómo hacerlo de manera efectiva. Estamos atrapados. ¿Cómo decir "No tolero la intolerancia"? Se necesita un poco de eficacia. Es más provechoso luchar mucho tiempo sostenidamente, que un rato corto con gran intensidad.
   Después vino la discusión sobre si teníamos que cuidar a las Damas Pobres, o no, pues se habían quejado de falta de atención. A raíz de esto, escribí una carta para todas las Menores, la cual fue muy bien recibida.
   A instancias de la asamblea reunida en Capítulo, años después, me puse a escribir la vida de San Francisco de Asís. Para ello, consulté todas las fuentes y trabajé varios años. Con motivo de este escrito, fui a visitar a Egidio al eremitorio de Monteripido, y le hice muchas preguntas, que él me respondió de manera simple, como es su estilo.
   -Nosotros los ignorantes -me preguntó cuando ya terminábamos la entrevista-, ¿qué podemos hacer para salvarnos?
   -Todos podemos recibir la gracia de amar a Dios. Con eso basta.
   ¿Soy capaz de amar a Dios tanto como lo amas tú?
   -Por supuesto.
   Egidio se puso a saltar de júbilo. Así lo dejé cuando me despedí.
   Fui a Foligno a entrevistar a otros Hermanos, de los más antiguos. Fue una tarde provechosa, y cuando me retiré de ahí, partió corriendo detrás mío un Hermano muy humilde, que logrando vencer su timidez, dijo que quería hablarme. Nos sentamos en unos troncos al borde del camino y conversamos bastante. Eso fue bueno para ambos.
   No sólo conversé con muchos Hermanos y Hermanas, también quise estar en los lugares más frecuentados por Francisco, como la Verna, y la Porciúncula. Medité y me di largos tiempos de oración. Sentí como si en el aire hubieran quedado vibraciones que me ayudaban a formarme la más clara idea de lo que vivió Francisco.
   Cuando terminé de escribir, después de tres años, y tras revisar la biografía, le encargué a varios Hermanos que la copiaran, para distribuirla en los conventos. La presentación de este libro tuvo lugar durante un Capítulo en Pisa, en la misma oportunidad en que envié a Constantinopla una misión para unir a los cristianos. Basándome en algo que aprendí de Elías, reuní un grupo escogido de cuatro Hermanos Menores y les encargué ir a sembrar la semilla de la unión entre los orientales y los latinos. Encuentro muy necesario reconciliarnos, o por lo menos dar pasos en ese sentido.
   -Primero se siembra -les dije- y un tiempo después vendrá la cosecha.
   El Papa Urbano IV se enteró de esta misión y no le hizo mucha gracia. Tuve que llamar de vuelta a los cuatro Hermanos, y por eso la delegación no alcanzó a tener todo el éxito al que estaba llamada.

         * * *

   Un par de años después murió el Papa Urbano. Como sucesor fue elegido Clemente IV, que perteneció a nuestra Orden. Estuvo muy poco tiempo en el pontificado. La muerte lo sorprendió en pleno esfuerzo por resolver las luchas de poder que se habían suscitado entre los cardenales. Clemente IV había ingresado a los franciscanos después que enviudó, y entró también al sacerdocio.
   Asistí al funeral, y ahí tuve la oportunidad de saludar a sus dos hijas, monjas, que vinieron autorizadas por sus respectivas abadesas.
   El cónclave reunido en Viterbo, pues en esa ciudad ocurrió la muerte del Papa Clemente, eligió como sucesor a Felipe Benicio, médico florentino y monje servita. Sin embargo, éste nunca asumió. Se decía que estaba escondido. No todos lo creyeron. Nunca se supo si acaso estaba secuestrado. El hecho es que un grupo de cardenales gobernó la Iglesia por casi tres años, sin ningún contrapeso.
   Decidí intervenir, aunque no era cardenal tenía yo una relación muy cordial y cercana con la jerarquía. Me fui a Viterbo y hablé con los cardenales respecto a la situación de la Iglesia, que estaba insostenible. Les sugerí que escogieran a seis de ellos para que eligieran al Papa. Algunos me acogieron bien, y acordaron reunirse para estudiar una solución al problema del pontificado. Finalmente hubo un cónclave, en el que eligieron como nuevo Papa a Teobaldo Visconti, que pasó a llamarse Gregorio X. Era éste un diácono, que se encontraba en ese momento en la Cruzada. Al llegar a Roma para asumir tan alto cargo, Teobaldo fue ordenado presbítero y obispo, y coronado como Papa, lo cual me alegró muchísimo. Yo lo había conocido en la Universidad de París, donde pudimos entablar una buena amistad.
   En el segundo año de su pontificado, el Papa Gregorio X me nombró obispo de Albano y me elevó a cardenal. Estando yo en el convento de Mugello llegaron los delegados pontificios trayéndome las insignias de mi "nueva dignidad", según dijeron. En ese momento yo estaba limpiando la vajilla, así que los hice esperar un rato mientras me lavaba las manos para recibir esos honores.
   El Papa convocó a un concilio en Lyon, con el principal objetivo de unir las iglesias romana y griega. Me encomendó preparar todo lo concerniente a esa ansiada unión con los griegos. A eso me dediqué, preparando discursos y animaciones, y también una comisión de cuatro Hermanos Menores para que viajaran previamente a Constantinopla a efectuar los primeros avances en la unidad de las iglesias. El Papa accedió de muy buen grado. Muy pronto me vi en pleno concilio, el cual se inició con solemnidad, y con más de mil participantes, incluyendo a Albert von Lavingen. No pudo asistir Tomás de Aquino, pues murió, justamente cuando se dirigía al concilio.
   Las primeras sesiones se orientaron al financiamiento de la cruzada. En el lapso libre que siguió, renuncié al cargo de Ministro General de la Orden, para lo cual convoqué a un Capítulo, en la misma ciudad de Lyon.
   El concilio continuó con lo que más me interesa, la unión de las iglesias. El tema no es nada de fácil para gran parte de la jerarquía. Nos reunimos varios cardenales, con los delegados griegos y discutimos en extenso diversas cuestiones. Lo que nos une y lo que nos separa. Conté con la valiosa colaboración del cardenal francés Pierre de Tarentaise. Otros cardenales no están aún llanos a acercarse al cristianismo oriental. Desde niños nos han inculcado que los que piensan distinto están equivocados. En cambio, yo estoy cada vez más convencido de acogerlos y limar las asperezas. Más que nada porque la división se agravó por la corrupción de nuestra mitad occidental. Días atrás me arrodillé ante los orientales y les pedí perdón. A muchos cardenales les pareció mal que yo haya hecho eso, pero estoy seguro que a Dios le ha parecido bien.
   Algunos matices teológicos no fueron tan difíciles de conciliar, pues los griegos estaban muy abiertos a la unión. Lo que más nos detuvo fue una cuestión lateral que salió durante las conversaciones, una aprensión de los orientales respecto de una práctica occidental excesivamente violenta para con los herejes. Me sentí incómodo, como obligado a defender algo imposible de justificar. En todo momento quise ser muy fiel a los principios divinos. Y siendo que yo dirigía el debate, y más aún, teniendo en cuenta que mi actitud era conciliadora, no pude menos que encontrar la razón a los griegos en muchas de sus intervenciones. Yo sabía que pisaba terreno pantanoso, y hasta noté las miradas desconfiadas de algunos cardenales, muy penetrantes, casi bofetadas sobre mí. Acordamos la unión, la cual se concretó más tarde en el plenario, al menos en el papel. El Papa Gregorio X lloró de alegría por la unión lograda. Ahora viene lo más difícil, rezar mucho por esta causa, para que la gente acepte la nueva disposición. Es necesario consolidar más la concordia, pues la gente común griega no está muy convencida de que haya llegado el momento de la reconciliación.
   Y hasta ahí va el concilio, por el momento. Están planeadas algunas sesiones más, pero no creo que yo pueda asistir, pues me enfermé. Hasta hace muy poco estuve absolutamente sano y lleno de vida, y de un día para otro me vinieron unas horribles convulsiones que parecía que me iba a morir. Fue algo repentino y muy agresivo que entró en mí. A nadie más le pasó, y son muchos los que comieron lo mismo que yo. Esa noche, yo no valía nada. No podía ni caminar. Arrastrándome, pasé botando cosas y derramé un florero del pasillo oscuro. Quería vomitar y no podía. Se me nublaba la vista, estaba mareado, aunque no había tomado ni gota de alcohol. Algo pude eliminar de mi cuerpo, por arriba y por abajo. Volví a mi cama, más aliviado. En la mañana no me pude levantar. Me sentía muy mal. Vino un médico y me preguntó si acaso comí algo indigesto. Le respondí que no. Dijo que me tuvieran en observación, que ya se me iba a pasar. Sin embargo, a cada momento me sentía más mal.
   Empecé a sospechar que me estaban envenenado, así que le pedí a mi asistente, un fraile de la comunidad, que me llevara al convento franciscano que está en esta misma ciudad. Los cardenales no querían que me fuera, si acá estaban las condiciones mejores. Decidí que me iba, y le ordené a mi asistente que me sacara. Y así lo hizo. Sabíamos que no había nada que perder. Era una buena precaución ir a mejorarme a otro lugar en que yo confío.
   Creo que a la alta jerarquía, mis pares, no les gusta nada que yo no elogie la inquisición. Y lo que menos les gusta es unir las iglesias. He estado dando esa lucha.
   En la tranquilidad de mi habitación, junto a mi malestar, me dedico a revisar lo que ha sido mi vida hasta ahora. Y leo la Biblia. En el libro de Baruc estoy viendo que dice "Jerusalén, mira al Oriente, ya vienen los hijos que viste partir".

 
   41.- Maseo cierra esta historia

   El Señor ha sido muy bueno conmigo. No sólo me ha dado larga vida, sino que además acaba de avisarme que pronto iré a Él. Así, puedo prepararme, y llegar con los deberes cumplidos. Es el año 1280.
   Los chiquillos me dicen "El vejo Maseo".
   No todos los Hermanos Menores han tenido mi suerte. No hace más de seis años que murió Buenaventura, de una manera sorpresiva e inexplicable, en pleno concilio. Él fue un sabio, que estaba llamado a unir a los cristianos. Talvez, aún no ha sido el momento. La muerte de Buenaventura, que escribió importantes obras espirituales, fue muy sospechosa, por decir lo menos. Al parecer, lo envenenaron, según afirma su secretario Pellegrino. A partir de ese momento se agudizó la confrontación entre las posiciones extremas de nuestra comunidad. Toda la Iglesia ha estado muy movida.
   El aparente éxito de la unión que se estaba logrando entre las iglesias romana y griega quedó en nada, pese al esfuerzo de Pierre de Tarentaise, un seguidor de Buenaventura. Entre otras cosas, no se contó con la aceptación del pueblo griego.
   Dos años después murió el Papa Gregorio X, también de manera sorpresiva. Como sucesor, fue elegido precisamente el cardenal dominico francés Pierre de Tarentaise, un pacifista. A los cinco meses, Pierre murió de una manera parecida a Buenaventura. Con la diferencia que esta vez la investigación determinó que el nuevo Papa había sido envenenado, aunque hasta hoy no se ha podido saber quien o quienes fueron los culpables. Lo sucedió Adriano V, un diácono cuyo pontificado duró cuarenta días, ya que murió antes de ser ordenado sacerdote. Algunos sospechan que también lo asesinaron.
   Hay otro sabio perseguido, el inglés Roger Bacon, que ingresó a nuestra comunidad hace como 25 años. Unos lo persiguen por sus ideas científicas de avanzada, y otros, por defender la pobreza que nos enseñó Francisco. Me pregunto cómo el ser humano puede llegar a tal fanatismo como para rechazar violentamente a los que quieren innovar y también a los que se quedan pegados en la costumbre.
   Yo que no tengo tanto rango ni he descubierto nada, no he tenido problemas. Soy longevo entre los longevos. Me ha tocado cerrar los ojos de santos varones que me habían enseñado la humildad, eso que tanto me costó. Y estar en los entierros de muchos de mis Hermanos. Francisco, el primero que se fue, el que tuvo la intuición para armar toda esta aventura. Después, Bernardo su primer discípulo. Junípero, y Ángel murieron en 1258. Egidio, en Perugia, unos pocos años después. Su vida transcurrió en los eremitorios. La contemplación y la vida mística llenaron su existencia.
   Hace diez años murió Rufino en Asís, asistido por el hermano León, que murió también en la Porciúncula, al año siguiente. He buscado el libro de León por todas partes y no lo he podido hallar. Y hace poco murió Pacífico.
   Antes había muerto Clara, ¡qué mujer más grandiosa!, y su pequeña hermana, que llamábamos Inés, la siguió a los pocos días, simplemente porque no podía vivir sin ella.
   Dos años después de su partida, Clara fue canonizada por Alejandro IV, en Anagni, pues ahí vivía el Papa. Tanto pidieron las Hermanas de San Damián que les trajeran el cuerpo de Clara, que lograron les construyeran un convento al lado de San Jorge. Hacia allá se trasladaron, en cuanto estuvo listo. En esa oportunidad, León y Ángel entregaron a Benedetta el breviario de Francisco.
   Diez años después de la muerte de Clara, el Papa Urbano IV promulgó una nueva regla para las Damas Pobres, en la cual revoca el privilegio de pobreza e impone que el cuidado espiritual de las Hermanas ya no radica en los Hermanos Menores, sino en un cardenal protector y los capellanes que éste estime convenientes. La nueva regla echó por tierra todo aquello que había logrado Clara con tanto esfuerzo a lo largo de su vida. Esta nueva regla fue aceptada, después de gran resistencia, por la mayor parte de los conventos de Damas Pobres. Sólo los monasterios de Asís y sus alrededores se opusieron férreamente y mantuvieron la regla de Santa Clara.
   Ha sido muy difícil el camino de nuestra hermandad. Recuerdo cuando excomulgaron a Elías, y años después lo repusieron, un poco antes de su muerte. Otro gran Hermano Menor, muy distinto a Francisco, pero necesario también para restaurar el templo, como nos decía Francisco. Sí, nuestra misión fue siempre la de restaurar el templo. Así, expresado como figura literaria, así se lo pidió una tarde Jesús a Francisco. Y en eso hemos estado empeñados, cada cual en su estilo.
   Los vi morir a todos. Me llevé bien con Elías, con Juan de Parma, con Buenaventura, y de los Menores más chicos, con Rufino. Fue una amistad que antes no había sospechado que se podía dar. Francisco, admirable, siempre iba tan adelante que apenas podíamos seguirlo, y muchos se quedaron atrás. Cuando entendí que yo era el que tenía que asumir el pastoreo en la comunidad, ya era muy viejo.
   De las Hermanas Menores, Clara era una santa en vida. Al verla, fui aprendiendo a respetar a las personas. Su hermanita, un encanto de chica, tan divertida, y con una inteligencia superior. Otra que fue notable, Bienvenida, la acogedora. Pacífica era como una mamá, aunque nunca quiso llevar las riendas. Una mamá calladita que se fue apagando de a poco al llegar a anciana.
   En la comunidad pude llorar por primera vez después de durísimos años. En la niñez me habían inculcado no llorar. Comprendí a mis padres, que tanta distancia les tuve. Era difícil para ellos llevar una familia.
   Me duelen las piernas y los brazos, y ya no veo mucho. He de irme, contento, y me llevaré conmigo el recuerdo de la Porciúncula. Me pregunto para qué le serví yo al mundo. Son miles las personas que visité alguna vez y les hice ver la belleza de la vida, el encuentro con lo divino. Los viejos tenemos mucho que decir, y es bueno que nos escuchen.
   No me da miedo morirme. Sé que iré hacia una vida diferente, desconocida. Si tuviera que vivir de nuevo, elegiría la misma vida. En contacto con la naturaleza y con la gente. Admiro a los grandes contemplativos que he conocido. Mi oración es más modesta.
   El cuerpo es lo que se gastó, se consumió, tropieza y cae. Mi alma es la misma que tengo desde niño, en cuanto a fuerza y disposición.
   Mi existencia ha tenido etapas. Después de la niñez, y la juventud exitosa en el siglo, el aprendizaje que obtuve directamente de San Francisco. Después de su muerte vino una etapa de vigencia, en que pude combinar oración, trabajo manual y visitas que me gustaba efectuar. Al morir Clara, todo empezó a cambiar, me dediqué más que nada a adiestrar a los muchachos nuevos. En eso he estado hasta ahora.
   Mi vida ya llega a su fin. No sé si me quedan días, horas, o tan solo minutos. Quiero ir a morir a la Porciúncula, el lugar que más amo, donde se inició esta aventura, y que aún está habitado por Hermanos Menores, chiquillos jóvenes, llenos de vida... Una vida que se vive con generosidad por una causa superior. Quizás seguirá estando habitada la Porciúncula por un tiempo. No sé cuánto. Ojalá mucho.
   Hacia allá me encamino, apoyado en mi bastón, dando pasos pequeños. Parece una larga travesía. Antes era un corto trecho. No es que haya cambiado. Soy yo el que me he puesto más lento. Sigo avanzando mientras escucho el canto de los pájaros. El día está lindo.
   Y sigo recordando las dificultades que se han vivido. En 1269 los tártaros atacaron un convento de Damas Pobres en Polonia. Murieron sesenta Hermanas. Fue algo tremendo, que duele evocar.
   Cuando llego a mi destino, me encuentro con una pequeña comunidad de frailes. Los veo tan piadosos que me cuesta reconocerme en ellos. Salen a recibirme con mucho afecto.
   -¡Viene el viejo Maseo!
   Sí. Soy el viejo Maseo. Y me gusta serlo. A mis noventa años me consideran una reliquia viviente.
   -Tú, que conociste a Francisco, háblanos de él.
   -Aquí en este mismo lugar, reímos y cantamos tantas veces.
   Entro con ellos a la capilla. Está igual que siempre, llenándose de oraciones. Quiero llenarla de cantos.
   -Cantemos -les digo a estos chicos. Ellos también se saben el Cántico del hermano Sol.
   Me paro adelante, y empiezo a entonarlo con toda la fuerza que mis cansados pulmones me permiten. Los muchachos entran en la canción con mucha más energía. Esto es vida.
   De pronto, siento un intenso dolor en el pecho. Me doblo, y grito. El suelo se viene hacia mí y me golpea en el rostro. Sin embargo..., no siento nada...